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Verano de 1938: el Ministro que dimitió

Patxi Agirre

Han transcurrido 85 veranos. Ocho décadas y un lustro desde que en la Guerra Civil española comenzó el que sería uno de los enfrentamientos más largos, cruentos y decisivos de la contienda bélica: la Batalla del Ebro. Un tiempo estival en el que un miembro de un gobierno decidió anteponer el derecho a la vida en cualquier circunstancia por encima de cualquier consideración táctica o estratégica. Era ministro sin cartera y tan solo dos años antes, en el verano del 36, había proclamado públicamente su apoyo a la legitimidad republicana: “Sea cualquiera el objetivo perseguido por los sublevados, nosotros, como demócratas, tomamos partido junto a la encarnación legítima de la soberanía popular representada en la República”. Era navarro y del PNV. Se llamaba Manuel Irujo Ollo y trató de humanizar la guerra.

Sus principios permanecieron incólumes durante todo el tiempo de guerra y tras la reorganización del gabinete presidido por el socialista Juan Negrín en abril de 1938, siguió ocupándose —como lo había hecho antes como titular de la cartera de Justicia— de los expedientes de condenas a la pena capital y de los programas de canjes de prisioneros. Se dio la circunstancia, explicaba Irujo, “que yo seguí siendo el firmante de las penas de muerte no siendo ministro de Justicia. Eso significaba que los condenados a muerte tenían un defensor nato en la posibilidad de sacarle cinco pies al gato o de sacarle punta al lápiz. Ya lo sabía todo el mundo que yo era opuesto a la pena de muerte por naturaleza y que, además, en la mayor parte de los casos cuando lo que castigaban eran ideas yo era opuesto totalmente”.

Pero aquel verano del 38, Irujo dijo “Hasta aquí hemos llegado”. En abril había denunciado la aparición de 20 cadáveres en las costas del Garraf (Barcelona), cuerpos insepultos procedentes del “Villa de Madrid”, barco-prisión que tenía establecido el Servicio de Información Militar (SIM) adscrito al Ministerio de la Gobernación. Profundamente enojado por la gravedad de los hechos, reclamó medidas de sanción urgentes ya que, de lo contrario, “habría de dejarse abierto un inquietante paréntesis sobre la existencia real del Gobierno”. Ante la ausencia de medidas punitivas contra los autores de la masacre, inquirió vehementemente al presidente Negrín para que se incoara con urgencia un sumario de depuración de responsabilidades.

Tan solo unos pocos días más tarde, volvió a dirigirse a Paulino Gómez (titular de Gobernación) pidiendo explicaciones sobre la aparición en la localidad barcelonesa de Igualada “primero de un cadáver y después, ocho o diez más de hombres jóvenes, en edad militar, al parecer soldados muertos de modo ilegal”. “Es preciso acabar con este sistema”, decía Irujo por esas fechas al bilbaíno Julián Zugazagoitia (Secretario General del Ministerio de Defensa), “porque, si no, el sistema acabará con la República, dejándonos el estigma del crimen como herencia”. La paciencia del navarro de Lizarra estaba llegando a su límite.

En julio, desesperado por la dramática situación e intentando “salir al paso contra el sistema de misterio sobre la vida de las gentes” y contra la más que fundada sospecha de que la legitimidad institucional fuera responsable de las atrocidades cometidas”, escribió a D. S. Garcés (jefe del SIM) solicitándole que pusiera fin a las detenciones arbitrarias: “Yo comprendo la conveniencia, en un momento determinado, de la incomunicación total y absoluta. Pero de eso al transcurso de varios meses en que las familias ignoran el hermano, marido, padre, hija o mujer va una tan gran diferencia como la de administrar justicia con la dureza que la guerra trae a la de traspasar los límites que es dado emplear a una policía y a un régimen jurídico para depurar las responsabilidades en las que los ciudadanos hayan podido incurrir contra la subsistencia del Estado y su interés”.

Y si esto fuera poco, la subordinación de la industria armamentística de la Generalitat catalana al Ministerio de Defensa español, la instauración de un Tribunal en Barcelona fuera de los tribunales ordinarios catalanes, la militarización de la justicia, la aplicación de torturas y las denuncias de irregularidades en las investigaciones del SIM junto con la llegada de 500 expedientes de condenas a muerte “para salvar a la República” fueron la gota que colmo el vaso. Negrín, “harto de la demora [deliberada] que sufrían los expedientes [de pena de muerte] en la oficina de Irujo” acusó al abertzale navarro de endilgar “monsergas abogadiles” para retrasar las sentencias. Negrín estaba dispuesto a saltarse las normas para fusilar en nombre de las necesidades de la guerra. Manuel Irujo, no.

El 10 de agosto de 1938, el estellés escribía así al lehendakari Agirre: “El Consejo de Ministros puso el enterado [aceptado] ayer sobre sesenta y cuatro penas capitales que serán ejecutadas mañana correspondientes a delitos de espionaje, deserción, terrorismo. Te comunico estoy lleno de pavor ante las repercusiones posibles, ya que fueron anunciadas sin que produjera efecto mayor en el seno del consejo. Esto es España y España es así”.

Al día siguiente, 58 presos fueron fusilados en Montjuic. Cinco días más tarde, Manuel Irujo Ollo salió del gobierno. El órgano de prensa de ERC, “la Humanitat”, declaró lo siguiente en relación con esta dimisión: “Manuel Irujo, el hermano de ideales, ha estado siempre al lado de nuestra patria, considerándose afectado por sus dolores y por sus alegrías”.

Trayectoria intachable de defensa de la democracia y todos los derechos humanos en cualquier contexto. Recorrido transitado por las mujeres y hombres abertzales de la posguerra. Coherencia política mantenida tras 40 largos años de exilio. Son los avales del nacionalismo vasco democrático. Avales de los que no pueden presumir quienes durante décadas han estado sujetos al cordón umbilical de la violencia política.

Por ello, cuando desde la autodenominada izquierda soberanista se pretende equiparar al PNV con el fascismo, no se está haciendo otra cosa que insultar y echar por tierra la memoria honrada de aquellos gudaris del 36 que, a diferencia de algunos otros que años más tarde quisieron vampirizar el término, sólo estuvieron dispuestos a ofrecer su sangre, nunca a derramar la de inocentes, por el bien de su pueblo (“Gerturik daukagu odola bere aldez emateko”).

En este escenario preelectoral tan importante, frivolizar con el fascismo como lo esta haciendo el mundo de EH Bildu es, además, un ejercicio de irresponsabilidad política ya que se está concediendo a esta ideología un marchamo de normalidad dentro del escenario democrático que nunca debe tener. Fascismo es totalitarismo y, por ello, no creo que algunos sectores políticos tengan legitimidad para arrogarse el ser paladines antifascistas. Como dice el refrán, “Dime de qué presumes y te diré de qué careces”.

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