Gabriel Otalora
El martes 18 de mayo se aprobó la reforma de la ley del aborto en la que se incluye que adolescentes de 16 y 17 años puedan abortar legalmente sin permiso de sus padres. Queda garantizada dicha práctica en la sanidad pública, derecho de objeción aparte. Lo que llama la atención es que la ley vigente del aborto fue recurrida hace ¡doce años! y sigue a la espera de la resolución del Tribunal Constitucional al que parece le han entrado las prisas. Todo indica que el recurso será rechazado.
Y digo lo del derecho de objeción aparte porque el Consejo General del Colegio Oficial de Médicos se ha quejado tras conocer las primeras intenciones de la ministra Montero. La idea final es que la objeción de conciencia del personal sanitario se reconoce como un derecho individual que debe ser garantizado para quien entienda el aborto como un acto de supresión de la vida humana inocente.
La modificación legal elimina, además, la obligación de reflexión de tres días que hasta ahora se encontraba contemplada en la normativa actual. La base argumental de la ministra del ramo es tan simple como esto: «Del mismo modo que las mujeres son responsables para trabajar o para tener relaciones sexuales, lo son para decidir sobre sus cuerpos». Al menos la reforma considera a la gestación subrogada una forma de violencia y quienes la practiquen y usen los llamados «vientres de alquiler» serán perseguidos judicialmente.
Estos nuevos derechos legales merecen alguna consideración mayor que basarlo todo en el derecho de las mujeres sobre sus cuerpos. No es cosa baladí las consecuencias que se derivan de la interrupción voluntaria del embarazo, especialmente en las menores de edad. Siempre son duras y pueden dejar secuelas. No es una decisión más, como reconocen las mujeres que han pasado por este trance. No en vano estamos ante un dilema sociopolítico y ético, además de ideológico, religioso y educativo. ¿Cómo posicionarnos ante esta realidad?
En primer lugar, no siempre conocemos los motivos últimos que están detrás de cada decisión, ni la situación que rodea a la embarazada. Antes de sentenciar o defender, hay que preguntarse qué empuja a una mujer (o a una pareja) a cercenar la vida dentro de su propio ser. Sobran las culpas y faltan varias cosas, además de educación sexual: faltan creencias éticas para asumir todo el valor de una vida y falta ofrecer más apoyo y cariño a las embarazadas necesitadas de ayuda para no consumar este desgarro de difícil cicatrización, que siempre contarán con una legión de parejas deseosas de acoger un hijo de otras entrañas para cuidarlo y quererlo como propio.
En segundo lugar, cuando el deseo de la madre es contrario al del padre (o viceversa) o surgen discrepancias en torno a las convicciones éticas y morales, el derecho de los progenitores masculinos no existe en esta ley ni en la reforma que se acaba de acometer. ¿El feto no es cosa de dos? ¿Nada tiene que decir el varón sobre la gestación, pero en cambio sí es responsable de la criatura una vez que haya nacido?
En tercer lugar, creo en el derecho a vivir del nasciturus. Entre las cosas que los romanos hicieron muy bien fue legislar con un sentido común que se mantiene hoy en muchos códigos legales occidentales. Y ellos dieron valor a la criatura no nacida pero ya gestada respecto a sus derechos civiles y económicos. Existe una colisión entre el hecho de abortar convertido en derecho y el derecho a vivir del nasciturus, desprotegido legalmente durante un tiempo de la gestación.
Otro punto no menor es el de quienes están en contra de la pena de muerte y defienden los avances legales a favor del aborto. O el de quienes promueven cruzadas contra el aborto y defienden la pena de muerte; aquí les falta credibilidad cuando se olvidan de los miles y miles de recién nacidos -de días o semanas- que mueren de hambre y de sed: tan puros en la exigencia de que la vida comienza en el primer minuto de la concepción, y tan laxos al denunciar la muerte de tantísimos bebés por inanición.
Y desde aquí me surge la pregunta: ¿Dónde están los confines del ser humano? Tal vez la ciencia tenga la respuesta sobre el momento exacto en que nos convertimos en persona, pero es importante considerarlo en otra esfera más amplia: la del valor que la vida tiene en sí misma como un valor absoluto que ya reconociera Kant. Ante el embarazo no deseado, hagamos sitio a la acogida y la comprensión. Nadie se equivoca actuando de esta manera, aunque rechace el aborto. Cuando cabe solo la condena rotunda, sin matices, ante el hecho de abortar, se olvida que hasta un código penal de medio pelo tiene presente la existencia en cada caso de atenuantes, agravantes, eximentes y diferentes escalas en la aplicación de las penas al juzgar las conductas humanas.
Todo esto lo digo pensando que los derechos y las responsabilidades no guardan proporción en el tema del aborto. Y quiero expresar mi discrepancia.