Imanol Lizarralde

Si algo debemos agradecer al régimen soviético y a los líderes de la revolución de octubre es la importancia que le dieron a la literatura y sobre todo a su rama más humilde, la poesía. Henry Miller se quejaba de la invisibilidad de los poetas. Gracias a la atención de Lenin y Stalin, estos fueron visibles con el brillo de la realización, del fervor de millares de lectores y del martirio. Recordemos a Osip Mandelstam, condenado a la muerte en el Gulag por un poema.

Recordemos a Boris Pasternak, telefoneado por Stalin, defendiendo valientemente a su colega y amigo. Recordemos a María Tsvetaeva, a Sergei Esenin, a Vladimir Mayakovsky, suicidados. Al premio Nobel Joseph Brodsky, trabajando de ascensorista en el lúgubre periodo de Breznev, insultado ferozmente desde las revistas oficiales, acusado de ser un “parásito social”, encerrado dos veces en una clínica mental, condenado al trabajo forzado y finalmente exiliado.

Las vidas de estos poetas rusos se asemejan a las antiguas biografías de santos, por el patetismo de una vocación inútil en apariencia, sobrellevada en la soledad, la integridad insobornable y la persecución, que desencadenó sobre ellos la maquinaria de destrucción humana más feroz de la historia. La poetisa Ana Ajmatova, recientemente publicada en un librito de la editorial Poesía Portátil (en traducción de José Luis Reina), resulta como un compendio de este tipo humano: a su primer marido, el poeta Nikolai Gurmiliov, le cupo el honor de ser fusilado por orden de Lenin; el hijo de este matrimonio, Lev, fue trasladado a un Gulag. Su segundo marido, el crítico de arte Nikolay Punin, murió allí.

A ella le calificó el crítico stalinista Zhdanov de “medio puta, medio monja”. Ajmatova y Mandelstam recitaban poemas escritos en trozos de papel que luego quemaban –que eran memorizados por sus oyentes, un batiburrillo compuesto de un conjunto, a veces intercambiable, de admiradores e informantes policiales. A medida que la represión se recrudeció, fue en aumento el prestigio y la fuerza de esas palabras transportadas como tesoro clandestino por los devotos y ganadas con la sangre. Decía uno de sus poemas: “el marido en la tumba, el hijo en prisión, rezad por mí una oración”. Sabía que podía contar con que millares de rusos rezarían por ella. En ese contexto, no era de extrañar que llegase a creer en la verdad de un Dios crucificado.

Nacida en una familia aristocrática, musa y poetisa de los círculos literarios de San Petersburgo, tuvo una vida refinada y bohemia, plagada de amoríos, hasta que la revolución de octubre la elevó a la desgracia. Su poesía no era nada cívica (lo que motivó el reproche de los críticos comunistas) sino intensamente privada, basada en sus relaciones familiares, de amistad, amor o poético-literarias. No le hace falta nombrar ninguna circunstancia política para que sintamos, junto con ella, el recuerdo de su marido asesinado:

Y aquel corazón tampoco responderá

A mí voz, a su alegría o aflición despierta.

Todo terminó…. Y mi canción resonará

Donde ya nada queda de ti, en la calle desierta.

La poesía romántica en la que se describen las estaciones del amor (el idilio, el rechazo, la pérdida, el recuerdo) queda así transida por un escenario fértil en furgones policiales, llamadas equívocas a la puerta y miradas por la ventana. Ajmatova consigue, sin esfuerzo, una ironía templada en una desesperación serena, digna del rey Lear:

Esto ocurría cuando sólo sonreían

Los muertos, contentos al fin de descansar

Y Leningrado pendía

Como apéndice inútil de sus prisiones.

Es comprensible la cólera de los comisarios soviéticos ante la desfachatez de una poetisa que rehuye de toda consigna y de todo juicio, pero que en alusión de su propia cotidianidad deja caer el rastro de una espera ante los cuarteles de la Lubianka o el recuerdo de unas lejanas amigas:

¿Dónde están  ahora aquellas compañeras del azar,

De mis años de infierno desnudo?

¿En la borrasca siberiana cuál es su soñar

Qué imaginan en el círculo polar?

A vosotras os envío mi adiós y mi saludo.

 

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