José Manuel Bujanda Arizmendi
Schuman fue hecho prisionero por la Gestapo en 1940 tras rechazar colaborar con los nazis, logró evadirse dos años más tarde y vivió en la clandestinidad hasta la liberación de Francia donde desarrolló su carrera política, fue Presidente del Consejo, ministro de Finanzas, Justicia y Asuntos Exteriores y el mayor negociador francés de los tratados firmados entre el final de la Segunda Guerra Mundial y el principio de la Guerra Fría. Para él, Europa era historia de culturas, tradiciones y naciones, historia de la huella y la vocación de sus pueblos grandes y pequeños, sometidos y sometedores, una suma poliédrica de aciertos y errores, de bellas y gloriosas páginas pero también de las vergonzantes y oscuras, una suma en definitiva de anhelos y frustraciones. Vio a Europa como un tapiz desordenado de culturas diversas, reflejo de conflictos, existencia pueblos y estados de múltiples relaciones cual tela de araña tejida por muchos hilos. Percibía un continente de relaciones solidarias, de encuentros y desencuentros colectivos, fracasos de convivencia y lazos vecinales más o menos confusos, de argamasa de colectivos y con un balance histórico de debe y haber. Siempre consideró a Europa como espacio histórico abierto, compendio de principios políticos, sociales y culturales, de historias y proyectos grandes y pequeños, poderosos y humildes.
Para él, Europa era solar y testigo, concierto y conflicto de identidades más o menos compartidas, de pertenencias múltiples, dependencias dispersas, de soberanías complejas y de perfiles diversos y a veces difuminados. Creyó en el diálogo, en el respeto, la tolerancia, la igualdad, la fraternidad y la diversidad. Entendió a Europa como espacio de comunicación entre personas por encima de cualquier consideración. Apostó por un continente acogedor en la que todos, independientemente de su color, raza, origen, lengua o creencia religiosa, tuvieran un trabajo digno, una Europa social y solidaria, adalid del imperio de la Ley, ejemplo de Derechos Humanos y en la que pueblos, naciones y estados se miraran en el espejo del respeto mutuo, una Europa beligerante ante la injusticia, la guerra, el abuso, el hambre y la explotación impune. Cuando el Lehendakari Agirre, político europeísta que por méritos propios trasciende a su época y representante genuino -con Irujo, Landáburu, Rezola, Galíndez y otros- de la faceta más moderna del nacionalismo fue testigo directo de una Europa que afrontaba la tragedia y el desgarro de la guerra, intuyó que el futuro debía de construirse sobre una Europa de países y pueblos unidos, único medio de tener protagonismo propio.
En la visión anticipatoria del Lehendakari Aguirre, más allá de lo que entrañaba desde el punto de vista de la paz y la convivencia entre los pueblos, la construcción de Europa significaba sentar las bases que iban a hacer posible la construcción nacional de Euskadi en un contexto moderno, abierto y solidario.
El 4 de septiembre de 1963, murió Schuman, no disponía de grandes cualidades como orador, pero pronunció uno de los discursos más trascendentales en la historia europea: “Europa no surgirá en un día. Nada permanente puede crearse sin esfuerzo. Lo importante es, en todo caso, que la de idea de Europa, el espíritu de solidaridad comunitaria, que responde a los anhelos íntimos de los pueblos, ha echado raíces también fuera de estas instituciones. Esta idea de Europa pondrá al descubierto todas las bases comunes de nuestra cultura y creará, con el tiempo, un vínculo igual al que mantiene unidas a las Patrias. Será la fuerza que venza todos los obstáculos”.