Mikel Arriaga (profesor e investigador).
Esencias folclóricas en fiestas patronales.
No es de extrañar que ciertas corrientes de pensamiento alcancen los más recónditos lugares de la vida cotidiana, de la sociología incluso del comportamiento humano, incluyendo las fiestas patronales. De hecho, así ha ocurrido en la mayoría de los casos, y así ocurre también en el caso de los Alardes de Irún y Hondarribia.
Se podría pensar que las corrientes filosóficas solo afectan a ciertos eventos económicos, sociológicos, académicos e incluso literarios, pero a priori, a nadie se le ocurriría pensar que estas tendencias de pensamiento pudieran influir en rituales histórico-antropológicos de corte lúdico-festivo. Nunca más lejos. La corriente posmodernista de última ola está afectando a todos los niveles, afecta incluso a la cesta de la compra (el consumo se está viendo afectado notablemente por el ecologismo, veganismo, animalismo, …). Y los Alardes de Irún y Hondarribia no podían ser menos.
La importancia de las esencias para la constitución íntegra del carácter y de la psicología humana a lo largo de toda la vida es algo rotundamente probado. La ruptura de esas esencias provoca vacíos existenciales y desequilibrios emocionales avocando al individuo a los brazos del primer reverendo ideológico que ofrezca soluciones falsas y momentáneas, sin referencias culturales de gran arraigo y recorrido en la historia de la humanidad. No es el caso de las esencias folclóricas, justo lo contrario. De este modo, las esencias folclóricas recogen un germen incubado durante largos años en el transcurso de la historia recogiendo verdades fundamentales para el individuo o para una colectividad que engloba unos rasgos concretos que le da status de sociedad. Así ocurre en el caso de los Alardes de Irun y Hondarribia. Estos Alardes son y contienen esencias folclóricas con carácter de ritual antropológico. Su importancia es vital en la construcción del ethos de una comunidad determinada, con sus características y valores concretos.
Sin embargo, las esencias (según esta corriente de pensamiento de la que hablamos) son totems a destruir, modificar y transformar. Las diferentes sociedades son simulacros humanos que hay que cambiar; el conocimiento es un mero constructo de la mente humana edificado sobre cimientos podridos; la educación, metodología de adoctrinamiento; la medicina (en concreto la psiquiatría), es una disciplina de manipulación del comportamiento; la biología, una pseudociencia sin firmes bases epistemológicas; el individuo (sujeto humano) es un ente artificial discapacitado y desprovisto de cualidades intrínsecas; y así, un largo etcétera. Todo es falso para la ideología posmodernista, voluble, susceptible de transformación. No interesan las esencias meridianamente concretas, no existen las categorías inmutables. Todo es magma informe. Y si hubiera algo que pudiera perdurar, se le aplica la metodología foucaultiana de análisis y transformación: oposición-indagación-innovación, en este orden concreto.
Todo este movimiento que impregna nuestra vida moderna llega a los sitios más insospechados como si de un rizoma se tratara (ya lo apuntaba Deleuze), mas en el fondo, lo que en realidad busca es propulsar un nuevo imaginario desprovisto de esencias y de categorías definidas. Tal es la obsesión de esta corriente que podríamos decir que en el posmodernismo hay un gran delirio de indiferenciación y de cosificación en general, de todas las categorías y de todos los conceptos; y sobre todo, focaliza su acción en el ser humano. La amenaza que pende sobre el ser humano por medio de esta ideología es una amenaza real e inminente: ese ser -dice un complacido Foucault- “cuyo rostro se borra como arena a la orilla del mar”. Esta es la visión que le agrada a Foucault, y que le gustaría que se aplicara. Así pues, dentro de los postulados más claros del posmodernismo podemos enumerar: el devenir mutante de la especie humana, la muerte del ser humano, el retorno de la androginia primordial, y el advenimiento de una era “trans”: el tótem de una época sin tabús, dicho de otra forma, la nueva era de nuestro apocalipsis blando y siliconado.
Veamos un poco quien era Foucault. Foucault era uno de los padres del posmodernismo. Pero ¿cómo era realmente Foucault? Foucault fue muy inteligente a la hora de autodefinirse, no concretó ninguna de sus facetas: antihumanista pero alineado con la moda antitotalitaria; favorable al marxismo cultural, pero declarado no marxista; proclive a la libertad sexual y rompedor de moldes de comportamiento, incluso pedófilo impenitente con bastantes abusos declarados en su época de estancia en Argelia (estos dos aspectos no son contradictorios, pero una cosa es ser libertino, y otra es ir más allá y ser un delincuente); y un desgarrador suma y sigue de incoherencias y tropelías. En pocas palabras, contradictorio hasta la saciedad, menos en una cosa: especialista en destruir, diluir, deslavazar, deslegitimar y desvirtuar los pilares de la sociedad occidental civilizada, y de sus esencias más longevas, fundamentales y optimizadas desde el mundo clásico antiguo hasta nuestros días (de las que él se aprovechó todo lo que quiso y más), que tanto han favorecido la cohesión social en la época actual.
Veleta para unos, brújula para otros, se adecuaba perfectamente al espíritu de unos tiempos cuya más acabada expresión acabó siendo. Al final uno ya no sabe si es él quien augura las principales tendencias de la época o si hace suyas sus líneas de fractura. Su ductilidad ideológica es propiamente insondable. En un juego de influencias recíprocas, estuvo en consonancia con la época que se metaboliza en él. Visto todo lo anterior, el fenómeno Foucault tiene algo de excepcional. “Creo -se jactaba en 1984- haber estado situado, por turnos, y a veces simultáneamente, en la mayoría de las casillas del tablero político: anarquista, izquierdista, marxista, alborotador u oculto, nihilista, antimarxista explícito o encubierto, tecnócrata al servicio del gaullismo, neoliberal”. De hecho, fue todo esto en grados diversos y en proporciones bastante variables, camaleón ideológico y arlequín filosófico.
Se trataba, seguramente, más de elecciones tácticas que de profundos compromisos. Había en él todo un arte de la guerra, un arte, en todo caso, de camuflaje al servicio de su carrera y de sus ideas. “Llevaba máscaras y siempre las cambiaba”, dijo de él Georges Dumézil. Foucault siempre se atrincheraba tras sus sucesivas reencarnaciones. Era su virtuosidad de nigromante, su inteligencia de funambulista, todo su estilo extravagante, hermético y maximalista, por no decir terrorista. Para él no había categóricos inmutables: ¿La verdad? ¡Una ficción! ¿El ser humano? ¡Un espejismo! ¿Las normas sociales? ¡Una camisa de fuerza! No se sabe dónde clasificarlo en una escala que iría del escepticismo radical al nihilismo absoluto. Se situó de entrada más allá de la moral, en un transhumanismo sin retorno, un kamikaze de la nada con ínfulas de emperador.
Su obra se presenta como un gran vuelco filosófico. Foucault estudió y legitimó todas las formas de desviación con la ambición de erigir a ésta en norma última. Incluso su actitud política fue ambigua e indiferenciada (Michael Walzer ha señalado “la desastrosa debilidad de su teoría política”), pero es ello precisamente lo que ha facilitado la difusión de su pensamiento, gracias a sus propiedades virales que le permitieron formar parte del frente unido del marxismo cultural sin ser así reconocido y neutralizar las viejas cuestiones de las humanidades para sustituirlas por un nuevo programa que ya he descrito. Fue de esta forma que Foucault logró desplazar el cursor de lo social hacia lo societal en una epifanía del individuo liberal (en esta vertiente se engarzaría la intencionalidad de transformar, aniquilando su esencia, rituales de gran raigambre como los Alardes de Irun y Hondarribia), convirtiendo y transmutando, según él, al individuo de liberal a liberado.
Con estos mimbres de este gran ideólogo se teje la urdimbre que impregna en este momento toda la sociedad y todas las actividades humanas (de forma implícita o explícita) sobre todo del mundo occidental. Y estas actitudes y estrategias topan de bruces con unos eventos como son los Alardes de Irun y Hondarribia, que no encajan en el paradigma de transformación que hoy invade la sociedad (el rizoma antes citado). Además, estos rituales del Bajo Bidasoa, resultan netamente golosos para ejercer sobre ellos las estrategias más en boga de todo movimiento revolucionario que aplica las tesis antes citadas con todos sus matices y particularidades para conseguir la transformación por la transformación, teniendo como único objetivo la destrucción, desvirtuar y diluir en uniformidad (si no anular) este acto antropológico y folclórico, así como la cauterización de unos valores que han perdurado durante muchos años en forma de representación ritual que dota de alegría, compromiso y cohesión a los municipios antes citados.
Es por ello que los Alardes son denostados por la izquierda revolucionaria, por la derecha más reaccionaria, por la iglesia, por las ONGs, por los movimientos humanitarios, por la ecología, por los movimientos LGTBI, y por un largo etcétera. Ninguna asociación, ningún colectivo no ligado directamente a los Alardes, ningún partido político, nadie se posiciona claramente a favor de los Alardes de Irun y Hondarribia. Evidentemente, en estos momentos es lo más políticamente incorrecto que existe. Y si algún tertuliano o personaje público alzara la voz posicionándose a favor de estos, caería fulminado por la opinión pública cuan rayo poderoso que desintegra a Satán. Supongo que a muchos les puede parecer exageradas estas líneas, pero no hay más que tirar de hemeroteca para confirmar cuan prueba científica la veracidad de estos argumentos.
En estos momentos, podríamos decir que nos encontramos a las puertas de un “Ábrete Sésamo” del momento histórico que atravesamos en Euskal Herria, en concreto en la comarca del Bidasoa. El menú está servido: reinvención de ritos, costumbres, y tradiciones; rechazo de las asignaciones sexuales; politización del cuerpo humano; revancha de las minorías; deconstrucción de la noción de desviación; justificación del crimen relativizando sus causas; y un largo etcétera. Todo esto, con un corolario muy peligroso: “el advenimiento de una sociedad donde las singularidades en su (in)diferencia inimitable triunfarían sobre lo colectivo, es decir, sobre las mayorías”. Desaparece el concepto de voluntad general. Esta hábil sustracción deja el campo libre al referente minoritario. Ya no hay hogar legitimo del poder. Las mayorías son secuestradas, el paréntesis democrático se cierra. Y se nos abre una nueva era… más bien oscura.