Joxan Rekondo
Son cada vez más los investigadores que atribuyen el curso del desarrollo de un colectivo humano a la influencia decisiva de la cultura moral y los valores comunes que los miembros de aquel comparten. La cultura común, el carácter forjado y asentado a través de la larga duración histórica, condiciona el rendimiento en clave de política democrática y desarrollo económico de los países.
El corolario de los estudios empíricos más modernos viene a verificar la convicción que expresaba Arizmendiarrieta: en la actitud que muestran ante las circunstancias que viven se distingue ese carácter de los pueblos. Están los que, por disponer de una tradición de vida social activa, buscan ser actores de su propia historia y están los que prefieren esperar a ver lo que otros disponen sobre el curso de sus vidas, sin pretender ser partícipes de la formación de ese designio (1).
Se ha dicho que Arizmendiarrieta y el colectivo que lo acompaña se inscribe en la línea del personalismo cristiano y la doctrina social de la Iglesia, cosa que es una verdad indiscutible (2). Pero, esta es una constatación claramente insuficiente para explicar la originalidad del movimiento que contribuyó a poner en marcha. Por un lado, no hay que olvidar que los propagadores de este movimiento precisaron que “el personalismo no es más que un santo y seña significativo, una cómoda designación colectiva para doctrinas distintas” que convergen en la afirmación del primado de la dignidad de la persona humana, pero que se estarían formulando desde la particular perspectiva de cada ‘temperamento nacional’ (3). Así, no cabe una interpretación del mensaje de Arizmendiarrieta que ignore su surgimiento desde las propias tradiciones sociales vascas.
Por otro lado, el pensamiento de Arizmendiarrieta está tan encaminado a la acción práctica de la que dice derivarse que, inseparable del entorno concreto en la que se desarrolla, sería inconcebible verlo sometido a encorsetamientos doctrinales. Arizmendiarrieta, repite Azurmendi, “no se sentía esclavo de ninguna tradición, ni doctrina, y menos de definición ninguna” (4) . De esta manera, se rechazan las tesis que sitúan al cooperativismo mondragonés en una línea de sucesión de otros movimientos cooperativos de resonancia global, como Rochdale.
El movimiento no responde a construcciones teóricas sistemáticas y apriorísticas. En realidad, surge del compromiso de personas concretas que viven en un marco espacial y temporal concreto que se encuentran con problemas singulares y específicos. No puede aludirse, por lo tanto, a sistemas o modelos a imitar o realizar. La clave está en la asociación de personas que se responsabilizan de la resolución de sus necesidades propias y las de su comunidad humana. Ahora bien, el desarrollo humano no puede desplegarse sin contenidos morales. Es una moralidad personalista, que enraíza en unos valores vividos sobre el terreno, en el marco cultural particular en el que los pioneros se desempeñaban.
Aquellas personas no dejarían de enmarcar su acción en la línea del espíritu propio del pueblo vasco y su sentido práctico, pueblo del que el grupo se consideraba exponente: “un pueblo más propenso a la acción que a la especulación, a ser que a tener, a progresar que a dominar, amante y celoso de su libertad y de sus fueros, de su espacio vital para la autorrealización más pluriforme en el trabajo y, por el trabajo, en provecho común” (5).
(1) JMA. Memoria 1973. CLP, lib 08. Archivo Arizmendiarrieta, edición digital, 2008.
(2) Eba Gaminde. La doctrina Social cristiana y el cooperativismo vasco: una alternativa para el cambio. Dykinson, 2017.
(3) Emmanuel Mounier. Manifiesto al servicio del personalismo. Taurus, 1967.
(4) Joxe Azurmendi. El hombre cooperativo. Pensamiento de Arizmendiarrieta. Otalora, 1992.
(5) JMA. Memoria 1972. CLP, lib. 08. Archivo Arizmendiarrieta, edición digital, 2008.