Koldo Martinez
Reflexiones a modo de introducción[1].
El mundo sufre cada vez más brotes de enfermedades infecciosas. De hecho, entre 2011 y 2018, la OMS realizó un seguimiento de 1483 brotes epidémicos en 172 países. Estos brotes provocan un aumento de nuestra vulnerabilidad como seres humanos tanto por el aumento de su número como por una convergencia sin precedentes de tendencias de carácter ecológico, político, económico y social, entre las que cabe mencionar el crecimiento demográfico, la progresiva urbanización, la integración mundial de la economía, la aceleración y generalización de los desplazamientos, los conflictos, las migraciones y el cambio climático.
La OMS afirma que el mundo no está preparado para una pandemia causada por un patógeno respiratorio virulento y que se propague con rapidez. La pandemia mundial de gripe de 1918 afectó a un tercio de la población mundial y mató a 50 millones de personas, el 2,8% de la población total. Si hoy en día se produjera un contagio parecido, en un mundo con una población cuatro veces mayor y en el que se puede viajar a cualquier lugar en menos de 36 horas, podrían morir entre 50 y 80 millones de personas. Además de estos trágicos niveles de mortalidad, una pandemia de este tipo podría causar pánico, desestabilizar la seguridad nacional y tener graves consecuencias para la economía y el comercio mundiales.
Considero necesario, por tanto, hacer tres reflexiones iniciales antes de profundizar más en la materia que nos preocupa:
- Como toda actividad humana, la sanidad tiene que estar regida por el criterio de justicia general, que es obligado marco de referencia de todo juicio ético.
- La salud no es un valor absoluto, sino la capacidad de llevar a cabo el propio proyecto de vida (y esto solo puede hacerse en un marco de un amplio sistema de libertades)
- La justicia sanitaria debe cubrir al menos un amplio “mínimo decente”, un mínimo decoroso, que ha de cumplir con el principio ético de No-maleficencia pero también con el de Justicia.
Si siempre es el momento de la ética de la responsabilidad, que compatibiliza el rigor con la prudencia, mucho más lo es ahora. La ética de la responsabilidad tiene en cuenta y obliga a ponderar tres elementos clave de la calidad de los juicios morales:
- los principios, principios a los que nunca da la espalda sino todo lo contrario, principios y valores que defiende y reafirma en cada ocasión como pilares que son siempre de una convivencia respetuosa, justa y solidaria entre los seres humanos (y también entre estos y el medio en el que vivimos);
- las circunstancias en que vivimos porque la ética no se da en un mundo etéreo, ideal e irreal sino en el mundo real, limitado, tangible, con todos sus condicionantes; y
- las consecuencias, por un lado, las consecuencias de las decisiones posibles, en todos los sentidos y áreas, así como por otro, las consecuencias de las decisiones tomadas para poder así reevaluar las decisiones tomadas y las acciones que de ellas se han derivado y modificar en uno u otro sentido las que haga falta.
Todo ello partiendo de una verdad: nadie es dueño de la verdad absoluta, nadie tiene la salida perfecta en una situación como la actual, nadie conoce la solución definitiva a este problema real.
Es por ello que en el esfuerzo por controlar la epidemia, la transparencia es un principio clave para permitir que la ciudadanía sepa cómo protegerse y entienda que desde las autoridades sanitarias y políticas se está intentando tomar las medidas más efectivas y apropiadas.
En estas circunstancias de pandemia, resulta complicado asegurar la alta calidad habitual de los servicios sanitarios en situaciones de normalidad, por lo que debemos hacer todo lo posible para ganar -o no perder- la confianza de la sociedad, respondiendo justa y efectivamente, a las demandas y preguntas, particularmente las de las personas más vulnerables.
Planificar de cara a un proceso catastrófico como esta pandemia obliga a prepararnos concienzuda y sistemáticamente para asegurarnos y poder demostrar que:
- La respuesta dada ofrece el mejor cuidado posible dados los recursos de los que disponemos;
- Las decisiones tomadas son justas y transparentes;
- Los protocolos aceptados son consistentes; y
- Todas las personas involucradas son incluidas y escuchadas, a través de las representaciones que se designen.
Lo que se plantea en este momento, dada la situación real de la expansión del Covid-19 y la saturación de las UCIs que ha llevado incluso a crear camas de UCI donde no las había (si bien el personal especializado en Medicina o Enfermería Intensiva sigue siendo el mismo) es –aunque no sea necesario ni quizás recomendable utilizar este término– un posible racionamiento (esto es, la denegación de un tratamiento potencialmente beneficioso a un paciente o a un grupo de pacientes sobre la base de la escasez), y no se discute la probabilidad de su necesidad -que se ve clara- sino cómo hacerlo, motivo por el que debemos analizar con qué criterios lo hacemos para que la justicia que se pretende con su puesta en marcha no se vea lesionada.
El racionamiento es inevitable porque las necesidades son ilimitadas y los recursos no. La forma en que se haga el racionamiento es importante no solo porque afecta a vidas individuales concretas hoy sino también porque expresa los valores más importantes de la sociedad sobre la vida de las personas y las comunidades hoy y en el futuro. Por ello, los valores en juego deben ser explicitados clara y coherentemente. Porque el “todo, para todos, siempre y ya” no es posible. De ahí que hablemos de estándares de cuidado en tiempos de crisis.
La priorización en la asignación de recursos sanitarios no es una novedad ni una consecuencia de la pandemia sino algo inherente a cualquier sistema de salud (por ejemplo, los triajes en Urgencias, las listas de espera o las decisiones de incluir o no en la cartera de servicios determinados medicamentos o prestaciones sanitarias). Así pues, la priorización de recursos sanitarios es algo que no podemos ver como algo excepcional. Eso sí, el contexto en el que produce esta priorización la hace más trágica por la premura y la rapidez con la que han de adoptarse las decisiones y las consecuencias que entrañan.
Conviene recordar al respecto que, por ejemplo, el propio art. 20.2 apartado 3.o de la Ley 16/2003, de 28 de mayo, de cohesión y calidad del Sistema Nacional de Salud, dispone que en el proceso de elaboración de las carteras de servicios deberá tenerse en cuenta, entre otras cosas, la eficacia, eficiencia, efectividad, seguridad y utilidad terapéuticas, las ventajas y alternativas asistenciales, y el cuidado de los grupos menos protegidos o de riesgo y las necesidades sociales, así como su impacto económico y organizativo. Y estos son precisamente los criterios que en cada caso deben ser combinados y atendidos para la toma de las decisiones que, sin dejar de ser trágica, esté al menos basada en una reflexión y deliberación de las circunstancias, elementos y valores que concurren en cada caso concreto.
Cualquier limitación de prestaciones respecto del mínimo decoroso antes mencionado debe hacerse siempre siguiendo la regla del mal menor, que exige que:
- La gestión de los recursos sea eficaz, pues de lo contrario se desperdician recursos, lo que siempre es injusto.
- No se permita el acceso más que a procedimientos claramente indicados, pues nunca hay obligación moral de proporcionar -en justicia- terapéuticas no indicadas.
- Solo cuando esos dos sistemas de ahorro de recursos resultan insuficientes puede aceptarse el racionamiento. Este, a su vez, debe gravitar sobre todas las personas por igual, no sobre unos más que sobre otros. Para ello es necesario: a) que las listas de prestaciones autorizadas las elaboren quienes tienen el derecho y la obligación de gestionar el bien común, y; b) evitar que sea el médico quien tenga que decidir los criterios para ahorrar recursos por lo que ha de ser el gestor quien tome estas decisiones para que el racionamiento se aplique en todo el territorio por igual, evitando inequidades o que sufran más unos pacientes que otros o que sean distintos los criterios de un médico u otro. Las normas de racionamiento tiene que cumplir con el principio de equidad y esto exige que se apliquen por igual y por eso deben estar generadas por las autoridades públicas, por los gestores de la sanidad, y en última instancia por la sociedad a través de sus representantes políticos. No hay otra manera justa de racionar prestaciones sanitarias.
- Hay que aplicar también la evaluación de las consecuencias.
Un marco de trabajo éticamente aceptable para la atención a la salud en situaciones de emergencia debe balancear, debe ponderar, el deber de cuidado centrado en el paciente -el objeto de las profesiones sanitarias y de la Bioética en condiciones normales- con los deberes centrados en la sociedad de promover la igualdad de las personas y la equidad en la distribución social de los riesgos y los beneficios. Este cambio de paradigma, este salto en la forma de ofrecer la atención y la asistencia sanitarias, crea una gran tensión en los profesionales de la salud -acostumbrados a pensar fundamentalmente en el beneficio de cada paciente concreto- pero no solo en ellos, también entre los propios profesionales y entre éstos y los pacientes y sus seres queridos, esto es, entre las profesiones sanitarias y la sociedad. La ética de la Salud pública nos debe ayudar a balancear esta tensión entre las necesidades de los individuos y los de la sociedad.
Por ello conviene recordar que la Salud Púbica busca promover la salud de la población minimizando la morbilidad y la mortalidad ciudadanas mediante la utilización prudente de los recursos y las estrategias a mano. Asegurar la salud de la población, especialmente en una emergencia, puede requerir limitaciones de los derechos individuales. Así está siendo con la declaración de estado de alarma y el confinamiento obligatorio en nuestros hogares.
Es por todo ello probable que surja un malestar profundo entre los profesionales de la salud al tener que adherirse a protocolos basados en la situación de emergencia o de catástrofe que pueden exigir Limitaciones de Tratamiento de Soporte Vital (LTSV) más potentes que los habituales, y frente a las objeciones de los pacientes o de sus familiares.
Por eso es conveniente recordar los tres deberes éticos de las autoridades sanitarias en respuesta al COVID-19: Planificar, Salvaguardar y Guiar.
- El deber de planificar, que está directamente relacionado con la necesidad de manejar la incertidumbre y adelantarse a posibles escenarios en los que el racionamiento sea una prioridad.
- El deber de salvaguardar, que lo está con el de apoyar a los trabajadores de la sanidad y el de proteger a las poblaciones vulnerables.
- Y a su vez, el deber de guiar que se relaciona con la elaboración de guías clínicas y éticas para un desempeño justo de la actividad sanitaria.
Un marco de trabajo éticamente aceptable para las organizaciones sanitarias durante las emergencias sanitarias debe reconocer dos fuentes de autoridad moral que entran en conflicto y que deben ser balanceadas:
- El deber de cuidado que es fundamental para atención a la salud, que exige fidelidad para con el paciente (el no-abandono como obligación ética y legal), el alivio del sufrimiento y el respeto de los derechos y preferencias de los pacientes.
- Los deberes de promover la igualdad de las personas y la equidad en la distribución de los riesgos y los beneficios en la sociedad. Estos deberes generan deberes subsidiarios de promover la seguridad pública, proteger la salud de la comunidad y distribuir de manera justa los recursos limitados (entre otras actividades)
Es por eso que utilizar procesos adecuados para la toma de decisiones adquiere importancia ética. Se han propuesto cuatro características de lo que debe ser un proceso éticamente adecuado de toma de decisiones en cuanto a racionamiento se refiere:
1) visto bueno o aprobación por parte de una institución legitimada para ello;
2) toma de decisiones transparente;
3) razonamiento acorde a la información y los principios aceptados como relevantes; y
4) procedimientos que permitan la revisión de decisiones concretas.
Pero añado una quinta consistente en una implicación pública relevante. Este paso es importante para identificar necesidades y valores no anticipados y para obtener apoyo público. En palabras del filósofo Sridhar Venkatapuram: “Si hay que tomar decisiones sobre las vidas de quién se va a salvar primero, o qué otros bienes socialmente valorados deben protegerse, la justicia exige que haya deliberación pública, o como lo llaman los filósofos, el ‘requisito de publicidad’”.
La implicación o el compromiso público los entiendo como el diálogo estructurado dirigido a solucionar problemas comunes y la acción colaborativa entre las autoridades, la ciudadanía y los líderes de la opinión pública alrededor de cuestiones públicas importantes. Esto implica una comunicación bidirecccional entre gobierno y ciudadanía, que trabajan juntos para entender los puntos de vista de cada uno al tiempo que intentan solucionar los complejos problemas a los que se ven enfrentados. El objetivo es un proceso participativo que analiza los potenciales estándares de cuidado de crisis que pueden tener que llegar a implementarse, con la comprensión de todas las partes de su necesidad y de la forma en que se aplicarán en la comunidad.
Se trata, pues, de distribuir con justicia los recursos. El debate fundamental sobre la justicia distributiva trata de cómo balancear los impulsos en conflicto para maximizar la eficiencia (tomando decisiones que produzcan el mayor bien con el menor gasto), la equidad (tratando a las personas de forma igual) y las concepciones priorizadoras de la justicia (favoreciendo a los más desfavorecidos)
Para que se dé justicia procedimental, son necesarios los siguientes elementos:
- Consistencia, esto es, aplicación de los criterios aceptados a todas las personas por igual a lo largo del tiempo
- Las personas que toman las decisiones son imparciales y neutrales
- Asegurar que las personas afectadas por las decisiones tienen voz en la toma de decisiones y aceptan el proceso propuesto
- Tratar a las personas afectadas con dignidad y respeto
- Asegurar que las decisiones están adecuadamente razonadas y basadas en información exacta
- Comunicaciones y procesos claros, transparentes y sin disimulos ni ocultaciones
- Inclusión de procesos que permitan revisar nuevas aproximaciones para enfrentarnos a nueva información, y que incluyan un proceso de recurso y procedimientos sostenibles y defendibles.
Las decisiones de asignación de recursos deben guiarse por los principios éticos de utilidad y equidad. Y si bien el principio de utilidad requiere la asignación de recursos para maximizar los beneficios y minimizar las cargas, el principio de equidad exige la distribución justa de los beneficios y las cargas. En algunos casos, una distribución equitativa de los beneficios y las cargas puede considerarse justa, pero en otros, puede ser más justo dar preferencia a los grupos que están en peor situación, como las personas de menos recursos, los enfermos o los vulnerables. No siempre es posible lograr plenamente tanto la utilidad como la equidad.
Así pues, publicidad y deliberación son fundamentales a la hora de determinar la justicia de esta redistribución, de este racionamiento. Una sociedad es justa cuando distribuye los bienes que aprecia como es debido. Pero siempre nos quedará la duda de si tanto el procedimiento para la toma de decisiones así como las decisiones tomadas han sido totalmente justas.
El principal objetivo de la planificación de estándares de cuidado en tiempos de crisis no es el de proporcionar un proceso para tomar decisiones de triaje tales como LTSV o redirigir recursos que potencialmente pueden salvar las vidas de unas personas a otras que podrían beneficiarse más de las mismas. No. El objetivo es tener procesos a mano para utilizar los recursos disponibles de la mejor manera posible para evitar esas situaciones. La distribución de recursos escasos va dirigida realmente a preservar el funcionamiento del sistema de salud y a entregar el mejor cuidado posible en circunstancias de emergencia.
Los estándares de cuidado en tiempos de crisis se basan en unos criterios que descansan sobre los siguientes principios clave:
- Justicia.
Estos estándares deben ser reconocidos como justos por todas las partes afectadas por ellos. Si es así, ayudarán a los profesionales y a la comunidad a actuar de manera consensuada.
- Deber de cuidado.
La relación clínica entre profesionales y pacientes debe salir ganando valor más que perdiéndolo en un a situación de catástrofe de salud pública en la que los miembros de la sociedad están justificadamente asustados y los sistemas de apoyo se enfrentan a limitaciones. Reconocer que la escasez de recursos puede restringir algunas decisiones de tratamiento, que los profesionales no abandonarán a los pacientes y que, por tanto, los pacientes no deben temer el abandono forman parte del marco ético conceptual en tiempos de desastre.
- Utilización adecuada de recursos.
Los profesionales deben ponderar el deber para con la comunidad con el deber para con cada paciente. A pesar de que los clínicos se enfrentan habitualmente a este problema en circunstancias normales, el nivel de escasez de una situación de desastre de salud exacerba esta tensión. A medida que la escasez progresa, la ponderación y el acomodo entre estos dos deberes se vuelve más complicados.
Y no hay una respuesta uniforme a cómo valorar cada uno de estos valores en conflicto, especialmente cuando se trabaja bajo la intensidad de las limitaciones de tiempo, el estrés físico y emocional, y la información que surge es extremadamente cambiante en momentos.
- Transparencia.
Los valores en que se sustentan las decisiones deben ser explicitados para que la sociedad pueda articular, examinar, afirmar o rechazar las decisiones propuestas. Además, dado que la autonomía del paciente se ve reducida por las circunstancias de la crisis, los pacientes aún merecen más información clara sobre sus procesos y alternativas, respeto por sus preferencias dentro de los límites impuestos a los recursos, y una aceptación empática de la terrible limitación de recursos.
- Consistencia.
Esto es, tratar a todos los grupos de personas por igual. Siempre con cierta flexibilidad, pero que requiere una deliberación y documentación cuidadosas cuando no se siga los criterios acordados.
- Proporcionalidad.
Las restricciones impuestas deben estar al servicio de importantes necesidades públicas y adecuadamente limitadas en el tiempo dependiendo de la gravedad del desastre.
- Dación de cuentas.
Al igual que la transparencia, la consistencia y la proporcionalidad, la dación de cuentas antes, durante y después del desastre es un ingrediente clave para la construcción y el mantenimiento de la confianza, sin la cual ninguna sociedad aguanta las embestidas de la pandemia.
Con base en todos estos razonamientos proponemos unos criterios para una ética del racionamiento que, en este caso, tratan de conjugar elementos de las éticas utilitarista, principialista y procedimental, que por su interés reproduzco:
1.- La necesidad del racionamiento de los recursos sanitarios ha de ser demostrable.
2.- El racionamiento ha de estar orientado al bien común.
3.- Un nivel básico de prestación sanitaria debe estar a disposición de todos.
4.- El racionamiento debe ser para todos.
5.- El racionamiento debe ser el resultado de un proceso abierto y en el que participen todos.
6.- La prestación sanitaria de las personas con desventajas tiene prioridad ética.
7.- El racionamiento debe estar libre de toda discriminación injusta.
8.- Los efectos sociales y económicos del racionamiento de prestación sanitaria deben estar sujetos a control.
Inserto a continuación dos tablas muy clarificadoras que tomo prestadas -sin haber pedido permiso- del Documento de consenso del Observatori de Bioètica i Dret titulado “Recomendaciones para la toma de decisiones éticas sobre el acceso de pacientes a unidades de cuidados especiales en situaciones de pandemia”, dando las gracias a la Dra. Teresa Honrubia, compañera y colega y una excelente persona y profesional, por su elaboración.
Consideraciones finales.
Dicho todo esto, quiero subrayar que todos estas recomendaciones muestran criterios orientativos acerca del racionamiento de los servicios y tratamientos sanitarios. En los países en los que se ha puesto en práctica una priorización explícita (tácitamente siempre se está priorizando), incluso con un debate social amplio sobre la bondad de los criterios, no se ha logrado un consenso suficiente. Más aún, cuanto más detallada es la lista resultante de criterios, más desacuerdos emergen.
En parte, porque nuestra sociedad vive con cierto infantilismo moral: se afirma que la vida y la salud no tienen precio, pero pocos están dispuestos a hablar del coste económico de tal afirmación, y mucho menos a asumir el coste social y ético del racionamiento. Los ciudadanos solemos esperar que el Estado cubra todas las necesidades sanitarias con un dinero que, como contribuyentes, no siempre estamos dispuestos a dar (y que nuestros gobiernos ya no pueden pedir prestado ilimitadamente en el mercado financiero), porque, a la hora de la verdad, demostramos tener otras prioridades. Por eso, todos y cada uno de nosotros somos responsables de la priorización sanitaria, aunque miremos hacia otro lado cuando alguien la menciona.
No obstante, las dificultades para afrontar el racionamiento sanitario no dependen únicamente de esa ingenuidad moral. Existe también otro tipo de causas. Una de ellas es la característica de elección trágica que tiene la priorización sanitaria en ocasiones como la actual. En una elección trágica cualquier decisión sobre la distribución de los recursos limitados afecta de manera sustancial a la vida de las personas. Y por eso son tan duras y difíciles, a todos los niveles, intelectual y emocionalmente. Y para todas las personas.
La elección trágica consiste en que todas las posibles elecciones son moralmente detestables. La particularidad de una decisión trágica reside en que, ante situaciones extremas, ningún individuo puede merecer el perjuicio grave pero inevitable al que conduce dicha decisión. Una posible alternativa para eludir ese tipo de decisiones consiste en la abdicación de la responsabilidad moral, utilizando, por ejemplo, sistemas de elección aleatoria, como la lotería o la “voluntad de Dios” o el criterio del “primero que llega, primero que recibe tratamiento” tan habitual en el ámbito de la sanidad. Sin embargo, abandonar la decisión moral a la lotería o, simplemente, al destino natural es una forma de huir del compromiso último con la responsabilidad humana. Si dejamos morir a alguien cuando podemos hacer algo por salvarle la vida, aunque lo dejemos morir para salvar otra u otras vidas igualmente valiosas, debemos asumir la responsabilidad moral de esa elección.
Subrayamos que ningún protocolo de priorización puede ser interpretado o utilizado como un argumento para diluir la reflexión y deliberación ética que conlleva una toma de decisiones trágica como la que tiene lugar cuando los recursos son escasos y el contexto de máxima tensión. Se trata, pues, de lograr un equilibrio entre una norma general y la decisión individual que debe adoptarse con cada paciente.
Quiero finalizar afirmando que no existen respuestas absolutamente objetivas a la preocupación moral sobre cómo acomodar los recursos y la demanda en la atención a la salud. Las diferentes formas de hacerlo invocan diferentes principios, y los principios, por su propia naturaleza, son plurales y no siempre aceptados por todos. Parece sin embargo importante reconocer la dimensión moral del racionamiento y no pretender que estas profundamente difíciles decisiones pueden ser tomadas de una manera técnica libre de valores. Esto implica que necesitamos debatir y aclarar las situaciones de racionamiento que se proponen, y una vez hecho esto, encontrar las formas en que podamos permitir un proceso abierto de deliberación al respecto. Aún así, sin embargo, soy consciente de que todo esto puede constituir un consejo de perfección absolutamente irreal.
Las y los profesionales de la salud han tomado siempre estas decisiones compartidas en la relación clínica, basada en la confianza médico-paciente, utilizando criterios clínicos (diagnóstico clínico junto con antecedentes personales y pronóstico probable a lo que se añaden otros factores como edad, calidad de vida espera le, etc.)y guiados por los principios de la Bioética (autonomía, beneficencia, no- maleficencia y justicia) y por la ponderación entre ellos cuando surgían problemas de carácter ético que consultaban con los respectivos Comités de Ética Asistencial, lo cual no siempre ha eliminado los conflictos aunque sí ha colaborado a que su intensidad fuera más tolerable para todas las partes implicadas. Siempre son, por tanto, juicios clínicos probables, razonados, razonables, compartidos, prudentes y basados en cierto grado de incertidumbre.
El paradigma de relación clínica ha cambiado forzado por la situación de necesidades de Salud Pública. En situaciones como la actual de crisis, no siempre se dispone del tiempo necesario para tomar estas decisiones de manera reflexiva y participada con los pacientes y/o sus seres queridos. Tampoco se disponen hoy de los mismos recursos, ni humanos ni técnicos, que en tiempos normales. Esto, junto con la aparición y diseminación de mentiras y bulos por parte de algunos medios de comunicación, más interesados en generar miedo en la población que en colaborar con toda la sociedad en salir de esta crisis de la mejor manera y lo más unidos posible, está generando en algunos sectores miedos infundados sobre la moralidad del comportamiento de los profesionales de la salud. Hoy mismo, día 31 de marzo de 2020, un diario de nivel estatal recogía en su portada la denuncia a una profesional por una decisión concreta. Y sin embargo, las y los profesionales de la salud están en este momento utilizando esos criterios clínicos con el mismo rigor y prudencia que siempre, condicionados -cómo no- a la situación de limitación de recursos que una pandemia como la que estamos sufriendo condiciona.
Porque sí, es un o una profesional quien toma las decisiones concretas a pie de cama, pero es la sociedad la responsable de las decisiones tomadas, y los representantes políticos, y el Gobierno al nivel más alto, quienes dictan lo que es justo y tienen, por tanto, el deber de actuar con transparencia y responsabilidad moral siempre y más aún en situaciones de escasez de recursos como la que estamos sufriendo, explicitando los motivos, los criterios y las decisiones concretas, tal y como ha hecho el Gobierno por ejemplo con la orden de restringir derechos fundamentales como el de la libre circulación de las personas.
Trabajemos juntos para difundir hechos, no el miedo; para expandir razones, no rumores; y crear solidaridad y no estigma. Y sobre todo, recordemos actuar, decidir ahora pensando en el futuro, ser proactivos, cuando esta pandemia, al igual que todas las demás, haya disminuido o desaparecido.
Koldo Martínez Urionabarrenetxea[2]
[1] Reflexiones elaboradas sobre la base de documentos varios y propias. Evito, dadas las circunstancias de premura, insertar bibliografía. Solicito perdón por ello.
[2] Conflictos de interés: Ninguno. Pero para evitar posibles debates al respecto quiero aclarar que formo parte de ese colectivo de personas que ha venido en llamarse “tercera edad”. He cumplido ya 67 años. Soy médico (nunca se deja de serlo) intensivista. Toda mi vida profesional la he dedicado a la UCI. Fui nombrado y ejercí de presidente de la Asociación de Bioética Fundamental y Clínica durante el período 2009-2015. Dimití del cargo al ser elegido Parlamentario Foral. Formo parte de Zabaltzen, asociación política integrada en Geroa Bai. En 2019 el Parlamento de Navarra me designó Senador por lo que en estos momentos trabajo como tal en el Senado de España. Estoy casado. Con otro hombre. Sin hijos.
Eskerrik asko, Koldo, zure hausnarketarengatik.