Fernando Mikelarena bere blogean
Habiendo comentado en otros artículos anteriores el silencio de la Constitución de Cádiz respecto de la estructura políticoinstitucional navarra vinculada a la constitución histórica propia, lo que conllevaba en la práctica la abolición implícita de ésta a pesar de los ditirambos formulados en el discurso preliminar, vamos a referirnos aquí a otra cuestión, que es consecuencia directa de la anterior, y que suele caer en el olvido, aún cuando es de tremenda importancia por cuanto corrobora la existencia de una estrategia trenzada de los doceañistas de no permitir resquicios a la supervivencia de las instituciones tradicionales navarras. Esa segunda cuestión es la exclusión expresa de las Cortes navarras de la exhaustiva nómina de corporaciones de la monarquía a las que se ordenaba proceder a la ceremonia de publicación y juramento de la Constitución, faltando en el listado solamente aquel cuerpo político.
En efecto, el Decreto CXXXIX de 18 de marzo de 1812, víspera de la promulgación del texto constitucional, sobre “Solemnidades con que debe publicarse y jurarse la Constitución política en todos los pueblos de la Monarquía, y en los exércitos y armada” decía que, además de publicarse solemnemente la Constitución en cada pueblo, debían jurarla “los Tribunales de qualquiera clase, Justicias, Virreyes, Capitanes generales, Gobernadores, Juntas provinciales, Ayuntamientos, M. RR. Arzobispos, RR. Obispos, Prelados, Cabildos eclesiásticos, Universidades, Comunidades religiosas, y todas las demás corporaciones”.
Al ser citadas las juntas provinciales en esa disposición entre las autoridades y organismos que debían de prestar juramento a la Constitución, se ha remarcado que en virtud de dicho decreto se ordenó la convocatoria para tal menester, como las únicas asambleas de ámbito provincial que existían, junto con la asturiana, de las Juntas Generales de Alava, Guipúzcoa y Vizcaya, lo que sería cumplimentado por las mismas cuando ello fue posible por las circunstancias de la guerra: las de Vizcaya lo harían en octubre de 1812, las de Álava en noviembre del mismo año y las de Guipúzcoa en julio de 1813, en este último caso mucho más tarde a causa de la presencia mucho más dilatada en el tiempo de los franceses.
En cambio, entre las corporaciones mencionadas, tal y como se comprueba, no figuran las Cortes de Navarra. Tampoco debe pensarse que éstas quedaban englobadas bajo el genérico de “todas las demás corporaciones” con el que termina el decreto: así como la Regencia ordenó, en consonancia con lo dictado por la norma, que las Juntas Generales de Vascongadas se reunieran para formular su juramento cuando las circunstancias lo hicieran posible, no sólo no existirá tal requerimiento para las Cortes navarras, sino que, además, en agosto de 1813 se responderá negativamente a una solicitud efectuada en tal sentido y con dicha finalidad por el diputado navarro presente en Cádiz y por miembros de la Diputación navarra vigente hasta 1808 con el argumento de que no podían coexistir dos poderes legislativos en un mismo Estado.
La ceremonia del juramento se entendía como un instrumento de incorporación a la comunidad política nacional y al orden constitucional recién establecidos. El hecho de que el decreto apelase a las Juntas Generales de las Provincias Vascongadas para realizar el juramento corporativo, al igual que a todos los cuerpos políticos de la monarquía, con la sola salvedad de las Cortes navarras, puede interpretarse como un reconocimiento de índole historicista de aquéllas, si bien con el añadido de la obligación terminante de acatar el nuevo estado de cosas que, en el caso de aquellos territorios, implicaba la disolución de sus Juntas y la admisión de las nuevas diputaciones provinciales en sustitución de las antiguas diputaciones forales.
Hemos de recordar que en el Capítulo II del Título sexto de la Constitución, referido explícitamente al “gobierno político de las provincias y de las Diputaciones provinciales”, no se mencionan para nada las juntas provinciales. En cada provincia habría una diputación provincial presidida por un jefe político nombrado por el rey y compuesta también por el intendente y otros siete individuos elegidos. El número máximo de sesiones anuales de cada diputación sería de 90 y las funciones de las diputaciones serían repartir las contribuciones a los pueblos, vigilar la gestión económica de los municipios, impulsar las obras públicas, promover la educación y la economía. Los criterios antifederales que dominaron entre los constituyentes gaditanos frente a las propuestas de tinte federalista que se proponían desde los territorios de ultramar originaron que no hiciese la Constitución finalmente aprobada ninguna salvedad ni previsión sobre el autogobierno de los territorios. A la par que se establecía un sistema de representación ciudadana con un solo y único parlamento, se concebía el gobierno territorial igualmente de un modo uniforme por medio de Jefaturas Políticas delegadas de la Monarquía al frente de las Diputaciones Provinciales.
Si ya el mutismo que el texto constitucional hacía de los dos pilares de la Constitución Histórica de Navarra (Cortes y Diputación, ésta como representación permanente de aquéllas) conllevaba su eliminación tácita, la exclusión de las Cortes navarras de la relación de corporaciones que debían publicar y jurar la Constitución colocaba al legislativo navarro fuera absolutamente del nuevo orden constitucional, sin ni siquiera concederle la gracia de la autodisolución.
La cosa es clara: para los vascos, en este caso los navarros, el primer constitucionalismo español fue otra forma de despotismo, en el cual un gobierno representativo, como las Cortes, con una raigambre histórica fundamental, era barrido por las ansías uniformizadoras del jacobinismo español. Tengámoslo en cuenta antes de lanzar loas de Viva la Pepa; la Pepa era un régimen retardatario y antidemocrático en lo que se refiere a Navarra.