Nadie, en la dilatada historia de este país, había preconizado la renuncia a defender los intereses del mismo en aquellas acciones, cuestiones y disputas a los que fuera llamado o podría verse implicado. Los vascos se implicaron en todas aquellas empresas, políticas y hasta militares, en las que creyeron que estaban en juego sus instituciones y su futuro. Hasta en los momentos más críticos del pasado siglo, llama la atención la obstinación de las instituciones terrritoriales vasco-navarras en nombrar comisionados ante las Cortes que nunca tendrían, como recoge el autor Julián Egaña, «mayor placer que el de emplearse con toda decisión y a costa de cualquier sacrificio en defensa del país».
Así, los representantes de los territorios vascos en Cortes españolas confluyen con las instituciones propias del país, con las Diputaciones, en la defensa de la voluntad y los intereses del pueblo. Destacan en esta tarea Pedro Egaña, Valentín Olano, Mateo Moraza, Arturo Campión, Fidel Sagarminaga, y muchos otros. Posteriormente, el nacionalismo vasco, desde su misma fundación, ha otorgado gran importancia a la representación de la voluntad de los vascos en todos los foros, incluido el Parlamento de Madrid. El propio Sabino Arana impulsa a primeros de siglo la campaña de un vasquista, Jose Maria Urkijo, al que ofrece el apoyo activo del incipiente aparato del recién creado Partido Nacionalista Vasco. Las elecciones de 1918 son las que posibilitan la conformación del primer grupo parlamentario, integrado por seis diputados y varios senadores, consistente en las Cortes españolas. La primera intervención del portavoz nacionalista vasco, Aranzadi, sirvió para manifestar el interés del grupo vasco de conseguir ante la Cámara española el eco necesario para que las reclamaciones de libertad de los vascos fueran comprendidas solidariamente y fue suficiente para refutar las imputaciones de separatismo que, también entonces, eran arrojadas contra el nacionalismo vasco.
El nacionalismo siempre ha identificado su misión con la voluntad popular de los vascos, su ejercicio, su representación y su defensa en todos aquellos foros a los que fuera convocado. Si el pueblo vasco, oportunamente convocado para ello, emite su palabra y adopta sus decisiones, la evidencia exige que haya que defender aquella y éstas allá dónde el mismo pueblo no pueda acudir más que como representado. Ningún nacionalista puede eludir este compromiso. No se puede aducir como coartada que las elecciones generales no son las nuestras, son extrañas y nos han sido impuestas. No se puede excusar que no hemos participado, como pueblo, en la construcción del Estado Español. Tampoco lo hemos hecho en la constitución de la República Francesa. Ni en la creación de la Unión Europea.
El ejemplo de la abstención nacionalista ante el referéndum de la Constitución española no sirve. En un plebiscito la voz, la palabra, la voluntad popular se ejerce de manera directa, sin mediación. La misma abstención es en sí misma una forma de expresión. En unas elecciones parlamentarias, que procuran representación para toda una legislatura, en las que la voluntad popular se ejerce de manera indirecta a través de la mediación de los representantes elegidos, renunciar a representar una opción existente es impedir la participación popular en sus propias asuntos, es defraudar el ejercicio de la democracia y sería irresponsable sino mediara estrategia ninguna en ello.
Ante las elecciones generales del próximo 12 de marzo, EH ha llamado a la abstención. Ha roto con su propia tradición. Pero, no lo ha hecho por ingenuidad o incoherencia políticas. No lo ha hecho por nacionalismo. EH ha decidido que es oportuno presentarse a las elecciones generales francesas o europeas, pero no a las españolas. Sus alcaldes ya han anunciado que no van a hacer más de lo que les corresponde para facilitar la participación. Resulta paradójico escuchar a los valedores de la llamada «democracia participativa» reconocer que no se van a esforzar más de lo que la legalidad les exige para favorecer la participación, para facilitar el ejercicio de la decisión popular. Todo ello, conociendo el grado de persuasión que la llamada a de HB a la abstención va a ejercer en ciudadanos que temen lo que les puede pasar de ser identificados. A primera vista, parece un claro ejercicio de oportunismo político. Por lo que puede parecer, la concurrencia a las elecciones está sujeta a la valoración de camarillas políticas alejadas de lo que realmente interesa a la sociedad vasca y ajenas a la realidad política que se vive.
Sin embargo, la llamada del HB a la abstención se sostiene, precisamente, en la coherencia de su propuesta de «proceso constituyente». En coherencia con el giro que pretender dar a la realidad social que vivimos. La abstención que se plantea es una abstención de «ofensiva política», que valora la gran oportunidad que el contexto político que se vive en la Euskalerria peninsular otorga a una iniciativa de desacato generalizado. Es una abstención que anticipa un nuevo desgarro político en la sociedad. Es una abstención que busca que el nacionalismo abandone su posición política de respeto al marco jurídico-político para llevarlo por el camino de la desobediencia respecto a la legalidad. Es una abstención que promueve la desconexión con las instituciones del Estado y que, para ello, no va a dudar en tensionar y poner en quiebra la convivencia interna en el país. Es una abstención que, bajo la excusa de la construcción nacional, preludia la destrucción de la integración social y política duramente trabajada a través de años de entendimiento y cooperación. La abstención que preconiza HB-EH busca, según sus recién aprobadas ponencias, materializar una coyuntura de «desobediencia civil», sacando del juego del sistema democrático al máximo de ciudadanos, fuerzas políticas y sociales.
Estas nuevas ponencias de HB no preludian una evolución significativa. A decir verdad, se encuadran en el mismo contexto de tensionamiento y de confrontación que propugnó la estrategia de Oldartzen. El tensionamiento, según se dice en ellas, hoy adquiere otras características y se extiende de la calle, sin abandonarla, al ámbito de las dinámicas políticas e institucionales. La desobediencia, el desacato, buscan -en la más pura línea leninista- exasperar, agudizar las contradicciones con lo establecido para destruirlo.
Un pacifista con experiencia contrastada, colaborador de «Gernika Gogoratuz», el noruego Johan Galtung, ha alertado contra los planteamientos de desobediencia. En su opinión, que yo comparto, no puede convertirse en un estado permanente en la sociedad. Y añade, una sociedad también puede desgarrarse por ello. No permitamos que esto ocurra en nuestro país.