Gabriel Otalora
Si afirmo que hay un lugar del Planeta en el que nadie puede morir al estar prohibido por ley, quienes lean estas líneas pensarán que estoy empleando un recurso literario para captar la atención. Pero ese lugar existe. Se trata de la isla noruega de Longyearbyen, situada cerca del Polo Norte. Y es cierto que cuenta con el índice de mortalidad más bajo del mundo, a pesar de que su población ronda los 3.000 habitantes.
Todo empezó en 1950, cuando sus moradores decidieron rechazar nuevos enterramientos. La razón era el temor a que los cuerpos enterrados y congelados bajo tierra aún pudieran contener restos del virus de la gripe española que había causado varias muertes en la zona unas décadas antes (1918). Aquellos temores estaban fundados: hoy se sabe que regiones como el Ártico, puede ser el método mejor de conservación de algunas enfermedades.
A esto hay que sumarle que los cadáveres congelados bajo el permafrost (la capa de suelo permanentemente congelado), no se descomponen, evitando que los depredadores que allí habitan rastreen alimentos humanos. Por ambas razones se tomó la decisión por ley de prohibir que los habitantes mueran en la isla. Cuando esto ocurre de manera súbita o imprevista, se les traslada a la Noruega continental, lo mismo que si una persona enferma de gravedad.
Pero a la vez, esta remota zona en la que se prohíbe morir, es el lugar idóneo para sobrevivir. Allí se encuentra el búnker subterráneo llamado el Banco Mundial de Semillas cuyo objetivo es la salvaguarda de más de un millón de semillas de distintas especies de todo el mundo. Se trata de una reserva de alimentos de cultivo rápido (maíz, trigo, arroz…) que garantice la supervivencia en caso de cataclismos naturales o provocados por el ser humano. Qué paradoja, la de que la muerte y la vida son dos partes de una misma realidad.
El problema humano no es el hecho de la finitud, sino la negación para evitarnos el dolor de su presencia. Esto dificulta la aceptación de que ambas -vida y muerte- van de la mano y asumamos lo positivo de la existencia. Vivir es algo más que cumplir calendarios. Es un proceso natural que nos enfrenta a la vulnerabilidad y a la muerte inevitable, pero que podemos superar en el sentido de aceptarla y encararla de la manera más humana y humanizadora.
Desde luego que esto no es fácil en un contexto de seguridad impostada para no pensar demasiado. Lo que R. Tagore llamaba el “disfraz exterior”, aplicable a la sociedad consumista capaz de hacer negocio de todo, incluida la muerte, pero sin aceptarla como una parte más de la existencia, lo que provoca no pocas neurosis al no conectarnos con el fondo íntimo de lo humano.
Al potenciar el progreso hedonista, se activa una “protección” social ante el dolor y el sufrimiento. Como si viviéramos en una esfera de cristal para aislarnos de la realidad y la responsabilidad. No es difícil adivinar que tarde o temprano, las consecuencias de una cultura de espaldas a la muerte afectan a la salud mental: menor tolerancia a la frustración, culto a la eterna juventud, angustia existencial… Solo hay que ver el índice de la demanda de psiquiatras y psicólogos. Que una cosa es el hecho de morir y otra cómo lo vive cada cual según su propia historia, en la cultura en la que está inmerso. Existen pocas dudas de que aceptar nuestra finitud, ayuda a vivir mejor hasta el bien morir.
Lo que sí queremos es perpetuarnos en el recuerdo, y nuestros seres más cercanos también en el nuestro. Es lo más humano del mundo. Durante milenios, la humanidad ha elaborado múltiples formas de mantener la memoria desde el culto a los muertos, las virtudes, los logros artísticos, políticos y sociales para perpetuar el recuerdo todo lo posible. El ansia de perdurar también señala el anhelo de eternidad.
La espectacularidad de algunos panteones se completa mediante los hologramas y chatbots que mantienen la presencia del difunto de manera virtual. Ahora se prodigan los homenajes en Facebook y los códigos QR en las lápidas que están cambiando nuestra relación formal con la muerte socializándola de otra manera; de hecho, los chats y los sitios web ya constituyen el mayor cementerio del mundo.
La muerte nos condiciona, pero sirve para madurar y vivir mejor, saludablemente, hoy y aquí, dando valor a cada día. Que por algo la salud es algo más que un estado de completo bienestar físico, y que abarca también lo mental, lo emocional y lo social (OMS). Y al ser un estado de bienestar “completo”, yo señalaría expresamente lo espiritual, esa parte de la inteligencia que nos permite crear cultura y disfrutarla, amar a nuestros semejantes creciendo cuanto más compartimos; y vivir la experiencia religiosa como un anhelo de plenitud total y para siempre.
Lo contrario da pie al sectarismo, al servilismo, a la banalidad o el fanatismo, aunque hayamos disfrazado estos comportamientos con técnicas cínicas de urbanidad.
Sin embargo, no hay manera de que semejante dormidera aplaste el anhelo infinito de no querer morir ni pasar por este mundo sin objetivos más profundos. Pero a la vez, estamos ante el peligro de convertir al ser humano en algo más cercano a una máquina amoral que a un ser racional, sintiente y espiritual. El posthumanismo se postula como una vuelta de tuerca, presentada en un envoltorio seductor que oculta mucha soberbia irresponsable. La especie humana no es únicamente razón, por muy fundamental que esta sea.
La inteligencia espiritual, en definitiva, es poesía, es arte, pero también es la vía más elevada para reconocer los significados últimos, y desde el control responsable de los pensamientos, sentimientos y acciones, sin producir sufrimiento en los demás ni en nosotros, aun en las circunstancias más adversas. Mediante su desarrollo, nos capacitamos para actuar con gratitud, paciencia, humildad, compasión y amor, valores verdaderamente sabios cuando las convertimos en actitudes. Es la inteligencia que nos conecta –y enfrenta– a las preguntas del sentido último humano.
Cada comienzo de noviembre se hace recurrente repensar la muerte; yo soy de los que prefiero prefiero hacerlo desde la vida.