Gabriel Otalora
Una cosa es la duda racional como parte de nuestro ser y otra bien distinta que anide la indecisión permanente. La fábula del asno de Buridán nos proporciona una reflexión ante la duda mal vivida que mata de hambre al asno por no decidirse entre dos sacos iguales llenos de alimento y colocados a la misma distancia. Como eran igualmente apetecibles, el dilema se apoderó de tal manera del jumento que acabó muriéndose por su indecisión.
¿Cuántas veces hemos estado en el lugar –metafórico– del asno? Cada vez que nos reconcentramos dando vueltas y más vueltas a nuestros dilemas, corremos el riesgo de sentirnos bloqueados y de que estos bloqueos nos lleven a perder oportunidades.
Este relato del siglo XIV, tiene su antecedente en un tratado de Aristóteles en el que este reflexiona sobre un perro ante dos comidas idénticas. Con el paso del tiempo, los detractores de Jean Buridán idearon la paradoja del asno que ante dos cubos similares de avena o de agua moriría por no tomar una decisión entre uno y otro cubo. Lo cual nos indica que el fondo del tema no es nuevo. En el caso de las decisiones humanas, elegir es un acto cotidiano necesario pero que, a diferencia del asno, se fundamenta en el ejercicio del discernimiento por pequeño que este sea. Lo cierto es que no resulta fácil; depende de la actitud, como casi siempre. La experiencia nos dice que al ejercitarnos en la duda desde la humildad, vamos por delante de quienes viven entre certezas absolutas y se hacen fuertes en la intransigencia y en su incapacidad para escuchar, no sea que se destapen sus inseguridades mal trabajadas. No están acostumbrados tampoco a hacerse preguntas a sí mismos. Quien nada duda, nada sabe, afirma un proverbio griego.
Lo importante es no confundir la duda con la falta de criterio; y lo cierto es que la duda de la persona madura es lo más alejado a la falta de criterio. Cuando la duda está bien planteada, se convierte en un mecanismo de búsqueda honesta que previene el fundamentalismo a la hora de tomar decisiones sensatas sin acabar en una actitud perfeccionista y paralizante, como le ocurre al asno en la fábula.
¿Qué clase de vida es la que nunca ha sido puesta a prueba y ha huido de los riesgos, sin actitud de búsqueda? Aquí no vale solo lo que nos cuentan los demás. Claro que es bueno que nos lleguen reflexiones más o menos contrastadas, pero lo importante ocurre cuando las hacemos nuestras. Tras cualquier proceso de reflexión, siempre necesario, las verdades de quienes las hemos aprendido se convierten en conclusiones propias. Esto es lo que logra un buen maestro cuando sus enseñanzas acaban siendo aprehendidas hasta formar parte de las convicciones de sus alumnos.
Para quienes tengan el morro torcido por lo leído hasta aquí, pensando que existen verdades fundamentales que no resisten este análisis, les envido más: la duda es la madre de la convicción. Así de paradójico. Porque una vez que nos hemos peleado honestamente con nuestras dudas y claroscuros –es decir, también con nuestras certezas– existen mayores posibilidades de forjarnos un sistema de creencias más fuerte y duradero; y aun mejor, estaremos ante una excelente manera de estar permeables y flexibles a modificar el criterio cuando nuevas circunstancias aconsejen cuestionar, en parte o en todo, nuestras convicciones. En este sentido, la duda se presenta como un ejercicio de madurez inteligente que nos impulsa a acceder a nuevos estadios de conocimiento cada vez que se presenten nuevas circunstancias, cada vez que las hacemos frente sin rigideces.
En definitiva, para tomar decisiones acertadas es prioritario transitar en la duda de manera razonable evaluando otras posibilidades o puntos de vista sin prejuicios: no se trata de perder de vista nuestros objetivos, sino de permitirnos una segunda y una tercera opinión para un determinado escenario. Si dudo, pienso, pero sin dudas no hay conocimiento por esa característica tan humana de ser curioso por naturaleza para satisfacer nuestra inagotable demanda intelectual.
No vale de nada sacudirse la responsabilidad de la propia cavilación por un exceso de racionamiento ante un problema para no seguir formando parte de él. El asno de Buridán, lo que ilustra de verdad es la limitación asnal que acecha a los indecisos que son capaces de perder lo que tienen cuando no saben o no quieren elegir entre dos opciones, sin percatarse de que no decidir como solución –en este caso por miedo a no acertar– también es una decisión. Eso sí, equivocada.