Joxe Martin Larburu
El ser humano se asocia para protegerse y para dar respuesta a necesidades que no puede resolver en soledad, necesidades que tiene en común con sus más próximos. Así se conforman comunidades que se organizan socialmente en vecindades y que crean un derecho público e instituciones políticas de Estado, siendo el Ayuntamiento una de ellas. De ambas realidades (sociales y políticas) se espera que desempeñen eficazmente el servicio que de ellas se demanda: la libertad y seguridad de las personas.
Lo que sucede, sin embargo, es que esa expectativa de protección cada vez más se le demanda de forma exclusiva al entramado de las instituciones político administrativas que conforman el Estado de derecho. Lamentablemente, de esa posición solo se podría concluir un desempoderamiento social, al renunciar a asumir las responsabilidades que corresponden a la sociedad civil y vecinal. La idea que aquí se defiende es que una vecindad bien entretejida es la mejor proveedora de seguridad para las personas integradas en ella.
En los tiempos que corren, deberíamos aprender de nuestra tradición vecinal, que comenzaba desde los hogares y el ‘auzo’. Lo que constituía estas primeras comunidades naturales era una reciprocidad que velaba por el bienestar de todos los pertenecientes a ellas, que a la vez se sentían responsables de aportar lo que estuviera en su mano a la resolución de las necesidades de los más débiles.
Enfatizar en la comunidad vecinal no es promover un mundo en el que la dignidad de la persona se vaya a disolver en la masa. En las investigaciones de Manuel Lekuona sobre el fuero vasco, las salvaguardas de la integridad de cada vecino eran explícitas y radicales: garantías procesales ante la justicia, protección de la morada, prohibición taxativa del tormento, … Al contrario, era el colectivo el que se ponía al servicio del bien de sus miembros, prevalecía la obligación colectiva de suministrar apoyo activo a los vecinos que hayan sido amenazados o agredidos injustamente. A partir de estos fundamentos podemos reconstruir una comunidad socialmente avanzada y humanamente ejemplar donde quepamos todos.
Tenemos una historia reciente con un grave deterioro de la convivencia, que se ha generado por la exaltación de minorías (instaladas en organizaciones e instituciones políticas) de la violencia como motor del progreso histórico y, como consecuencia, por la justificación del crimen como instrumento de poder político. La comunidad vecinal no ha podido defender con toda la eficacia que sería deseable su propio espacio de salvaguardia. Hemos vivido a golpes, apenas nos ha dejado decir siquiera quienes somos, diría el poeta. También se ha utilizado la violencia con esa pretensión, generando víctimas, para doblegar al conjunto de la sociedad. Sin conseguirlo.
La comunidad no se limita a la ley, no se circunscribe al Estado de derecho. Si así fuera, lo común que nos une sería únicamente el ‘boletín oficial’. La comunidad existe en lo que compartimos en el encuentro social, en el marco moral de los episodios de la vida diaria de la vecindad. Significa pertenecernos mutuamente, disponer mejores condiciones para vivir en libertad, y obligarnos con las necesidades de nuestros convecinos, y ayudarles a afrontar sus vulnerabilidades y amenazas. En este contexto, que haya víctimas de cualquiera violencia es un fracaso para la comunidad. Para el Estado y la ley, pero también para la vecindad.
Tenemos que recuperar y multiplicar experiencias vecinales de protección recíproca, inspirándonos en ese espíritu comunitario (que hemos solido reflejar con citas de Manuel de Lekuona) que todavía sigue vivo en la memoria social de muchos sectores sociales, y en nuestra gran capacidad asociativa. Asociémonos para el bien común, que significa a la vez el bien de cada uno de nosotros y el bien de todos. Debemos aspirar a que en nuestro pueblo no haya víctimas, y que las que han sufrido esa condición puedan integrarse positivamente en su entorno social próximo, aportando a este la experiencia de su sufrimiento, como lección orientada al futuro.
Para ser vecino en la comunidad que queremos, no es suficiente con vivir adosado a otro, o en su proximidad. La vecindad exige la práctica de responsabilidades sociales, entre las que se incluyen la obligación de cuidarse mutuamente y responsabilizarse juntos del mantenimiento del bien común. Así podríamos lograr reconstruir un espacio común de vida donde no volverían a reproducirse ninguna forma de violencia injusta.
A ver que opinan las juventudes morunas con las que nos infestais sobre el auzo.
Comparto en gran parte el articulo.
No se necesita más peso burocrático y político si no mas sociedad civil, es decir una sociedad civil potente. El poder ha de estar limitado y eso se hace controlándolo a través de contrapoderes y desconfiando de el, en este caso del poder político, aunque no solo porque el poder político existe para frenar otro tipo de abusos que se puedan dar en otro tipo de poderes.
Tampoco necesitamos un comunitarismo que derive en un colectivismo extremo y por tanto sectario que anule las libertades individuales y que por tanto pueda llevar a la secta, ni tampoco necesitamos un individualismo extremo que puede llevar a la atomización social.
Libertad individual con visión comunitaria.
Al fin y al cabo, la solidaridad no la dan entes burocráticos, (aunque en la sociedad actual, las instituciones sean necesarias para atender a las necesidades de las personas que las necesitan y que no pueden desarrollarlas por si mismas, ni la sociedad pueda dárselas).
La verdadera solidaridad la da la comunidad, es decir la familia, los amigos, las asociaciones a las que uno pertenece, la vecindad…
Estoy de acuerdo con el artículo y con el comentario de Itsasadarra. Creo que son plenamente coincidentes, en lo que está escrito al menos. Entreveo en los dos un comunitarismo a la vasca. Es decir, un comunitarismo basado en las personas como sujeto activo. Un artículo de los que necesitamos leer y aprender, ahora que necesitamos contrapesar la tendencia a lo individual con un rescate de la visión comunal, de la que nuestra tradición vasca está tan bien dotada. Con la vista puesta en esa solidaridad que, en su mejor versión, proviene desde las instituciones sociales, como muy bien dice el artículo y coincide Itsasadar. Ahora bien, por añadir algo a ambos, no habría que perder de vista que la mejor solidaridad necesita, además de libertad (cosa ya apuntada) una fuerte dosis de cohesión socio-económica.