Joxan Rekondo
Sin jurar los Fueros, sin comprometerse a acatarlos, no se reconocía al Rey jurisdicción en nuestros territorios. Esta situación se invierte tras la ley de del 25-O de 1839. A partir de ella, los Fueros vasco-navarros no podrían ser válidos sin la confirmación de las Cortes Españolas. Como efecto de esa norma, lo que no podía cuestionarse era el poder supremo de las instituciones del Estado.
Durante todo el siglo XIX, los países vascos son el teatro de operaciones de diversas operaciones políticas y militares, con periodos de guerra declarada como de paz armada. La primera consecuencia más relevante de esta cadena de conflictos es la derrota casi inapelable del estatus histórico de autogobierno de los territorios vascos ante el principio dogmático que defiende que la soberanía pertenece en exclusiva al poder central.
Derrota casi inapelable porque la institucionalidad vasca ha sido descalabrada en varias ocasiones y en todas ellas se ha pretendido destruir todo vestigio de foralidad sin realmente conseguir extirparla de raíz. Con una perspectiva de proceso histórico, es fácil observar que, después de 182 años, la tradición foral se ha mantenido arraigada en la memoria social vasco-navarra. Es precisamente esa tradición la que ha fundamentado y vivificado nuestras instituciones modernas a través de la vía abierta del Eskubide historikoa, recogida expresamente en nuestros nuevos ordenamientos (de la CAV y CFN, según la nomenclatura que rige en la actualidad) y que debería materializarse a través de pactos forales sucesivos.
En lo que afecta a nuestra actual comunidad política (CAV), más allá de lo que representa como cantidad material de autogobierno, el Estatuto de Gernika tuvo y tiene un valor cualitativo que olvidamos frecuentemente. En esta norma institucional se incluyó la expresión de la nacionalidad vasca, la libertad de adhesión de todos los territorios vascos del sur de los Pirineos, una reorganización institucional desde abajo hacia arriba en un eficaz sistema de carácter federativo y una vía abierta, a través de la disposición adicional, para la autodeterminación foral. El reconocimiento de esta última, que expresa realmente un déficit de actualización de la foralidad original, fue además clave para que una comunidad que se había mostrado crítica con el régimen constitucional del 78 se transformara en una comunidad comprometida con la norma estatutaria.
Sucedió así porque la disposición adicional del Estatuto que sostenía la reserva de los derechos históricos se planteó como una vía más idónea y despejada, asociada al impulso promotor del pueblo vasco, para que pudiéramos determinar nuestro estatus futuro que la más mentada y problemática de la Constitución. El pueblo vasco sería el sujeto protagonista de la disposición estatutaria, siendo como es el agente político principal que realiza el acto de no renunciar y reservarse para sí la facultad de ejecutar el (o los) acto(s) de decisión que fueran necesarios para reclamar los derechos que le corresponderían con arreglo a la historia, acto que debería armonizarse con el ordenamiento jurídico español.
Por el contrario, de acuerdo con el tenor literal de la disposición adicional primera de la Constitución del 78, el acto original y preeminente es el del constituyente español, en virtud del que dicha norma ampara y respeta -pero, como hemos podido comprobar también constitucionaliza- los aludidos derechos históricos y a cuya luz habría de interpretarse el alcance práctico de ese compromiso. Desde esta otra perspectiva, la actualización de esos derechos quedaría restringida a los límites establecidos en ese marco constitucional, que se vuelve cada vez más estrecho.
Si entre ambos términos no fuera posible una vía de confluencia, el pacto de 1979 se habría hecho también imposible. Aunque las lecturas de partida se hicieron desde puntos diferentes, se trabajó duro para que finalmente fueran confluyentes. Entonces, la posición vasca pudo encontrarse enfrente con una posición constitucionalista que buscó un pacto que, en virtud de una interpretación de la Adicional Primera de la CE abierta y flexible, medió en la contradicción abierta “entre nación vasca y orden político español” (Bartolomé Clavero), aunque tal pacto no llegara a sustanciar plena y definitivamente los derechos históricos vascos en aquella norma estatutaria.
En términos políticos, la restauración en 1979 de las instituciones vascas occidentales y la reintegración del Estatuto fue posible por el pacto y la decisión libre de ciudadanos vascos, no por una ley orgánica de las Cortes. Así comenzó la segunda época del Gobierno Vasco, cuyo regreso únicamente pudo producirse, tal y como había predicho Agirre, a partir de “la expresión legítima de la voluntad libre” de los vascos. Una voluntad libre que, al no atarse al proceso de transición constitucional y legitimarse por sí misma, se presentó como una vía instituida en ruptura con la memoria política y el entramado dictatorial en nuestro territorio.
Por eso, decir como se dice que los gobiernos del Estado incumplen una ley orgánica aprobada por su propio Parlamento puede parecer un argumento formalmente irrebatible, pero lo que en realidad sugiere es que el autogobierno de los vascos es producto de la voluntad de unas Cortes españolas, que lo mismo pueden dar estatus que quitarlos. En realidad, lo grave es que esas instituciones incumplen un pacto bilateral, e incumplen asimismo la voluntad democrática expresada por los autogobernados en referéndum.
Seamos realistas, vivimos bajo una atmósfera política muy diferente a la de los 79-80. Es muy dudoso que hoy pudiéramos iniciar y culminar con éxito un proceso de ensanchamiento de nuestro estatus de autogobierno. Las estructuras del Estado están impregnadas de un jacobinismo matritense que impide que en la política española pueda surgir un espíritu constitucional dúctil. Estas son también las consecuencias de la evolución declinante del llamado ‘régimen del 78’, que nunca satisfizo a los vascos. Como consecuencia, pueden acogotarnos con su inflación normativista y su jurisprudencia centralizadora, pero eso no debe impedir que pongamos nuestra memoria histórica a buen recaudo.
Los derechos históricos son la huella perenne de lo que tenemos y de lo que debería estar a nuestra disposición, son la representación genuina de la foralidad integral. En la política vasca, hay un mutismo narrativo sobre las raíces históricas de la cuestión vasca y, más incomprensible por más reciente, sobre la época de la reconstrucción democrática vasca tras la dictadura. Ahora, hasta los que desde casa sabotearon esta última demandan un lugar en el proceso que se inició entonces. Hay que abandonar ese silencio y recuperar el relato transicional vasco, que estuvo precisamente articulado en torno a la legitimidad histórica de la causa vasca. Hay que recuperarlo, en primer lugar, porque sigue vigente. Y además, porque el relato de los 25-0ctubres de nuestra historia no es retrospectivo sino proyectivo, puesto que señala una vía suficientemente legitimada para el autogobierno al que aspiramos en el futuro inmediato.