Mikel Aranburu Zudaire (*), Geroa Bai Argentinako blogean

Pese a ser uno de los pueblos más viejos del mundo [el vasco], se remoza y se rejuvenece cada día: igual que la aurora. Igual que el sol, que es lo más viejo y lo más nuevo cada día

Manuel de Irujo1

Aitona Maximino eta amona Jesusari

Ante la celebración del doble aniversario, nacimiento y muerte, de Don Manuel de Irujo Ollo (1891-1981), pretendo con este escrito tributar un sincero y personal homenaje recordatorio al «hombre» navarro, y por eso «vasco», que «justifica una generación», en palabras de Iñaki Anasagasti tomadas del prólogo a la más conocida biografía de Irujo que existe hasta la fecha cuya autora es Arantzazu Amezaga.2

No pretendo en este momento añadir nada nuevo a lo ya aportado por esta publicación y por tantos otros trabajos o estudios académicos, que tienen un hito ineludible en las Jornadas de estudio, sobre la figura de Irujo, celebradas en 2001 y organizadas por Eusko Ikaskuntza / Sociedad de Estudios Vascos. Fruto de dichas jornadas se ofreció también una exposición en el Palacio Miramar de Donostia-San Sebastián, cuya comisaria, Ascensión Martínez, publicó una cronología-bibliografía actualizada a su fecha, que sigue sirviendo de referencia y punto de partida para cualquier investigación sobre la vida y obra del insigne jelkide nacido en Lizarra-Estella.3 Por eso deseo realizar, antes que nada, una encendida invitación a continuar dichas investigaciones y los estudios irujianos y para ello recuerdo aquí, a cualquier persona interesada, la existencia del valioso archivo o Fondo Irujo que custodia Eusko Ikaskuntza y que, en gran parte digitalizado, se puede consultar en línea.

Ahora quisiera centrar mi breve reflexión de homenaje en un aspecto que creo crucial de la personalidad y el pensamiento íntimo del ilustre jeltzale navarro y que, para nuestro tiempo presente de crisis, resulta más necesario si cabe de rescatar e impulsar. Me refiero a una virtud que siendo sobre todo teologal, como en su caso lo era al confesarse abiertamente creyente («¡Alabado sea el Señor!», «Dios sobre todo»…), también en parte es virtud humana y así la cultivó a lo largo de una dilatada, fecunda e incansable trayectoria de compromiso político y sociocultural en duras circunstancias, además de desplegar una extraordinaria actividad profesional. Se trata de la fe, una fe que no es únicamente creencia sino vivencia de convicciones profundas de las que hizo profesión toda su existencia. Seguramente esa fe nace de la religión católica heredada de sus mayores, que él preserva hasta el postrer suspiro («se declaró cristiano y vasco hasta el final de su vida»), y se expresa mediante una clara religiosidad: «siempre se sintió lo suficientemente seguro de su Dios y de su Patria, como para modificar sus ideas en las experiencias terribles que le tocó vivir pero sin afectar a lo fundamental de las mismas». Y en función de esa misma fe interviene en calidad de ministro, precisamente y en este orden como «cristiano, demócrata y republicano», frente a las atrocidades de aquella guerra incivil de 1936 y a favor de la libertad de culto y de la libertad de muchos presbíteros y miembros de órdenes religiosas perseguidos y encarcelados injustamente a causa de su condición.4

Sin embargo, hay otras cuestiones relacionadas con su fe religiosa que considero merecerían un análisis monográfico aunque de forma indirecta ya se hayan tocado por gran parte de la historiografía. Así, en el citado libro biográfico de Amezaga, y dentro de una completa ficha bio-bibliográfica inserta como apéndice final, la autora registra un buen número de charlas radiofónicas de Irujo, al menos entre 1952 y 1955, para Radio Euzkadi / BBC Londres y agrupadas específicamente bajo el epígrafe «Iglesia católica, libertad de cultos», las cuales abordan gran variedad de aspectos en torno a la religión, sobre todo el catolicismo, y a lo religioso.5 Igualmente, en el mencionado Fondo Irujo de Eusko Ikaskuntza, al introducir términos de búsqueda tales como cristianismocristianocatolicismocatólico o Iglesia -que es el que más referencias contiene (al menos 156)-, se recuperan un mínimo de casi 250 documentos de distinto tipo, valor y temática relativa (artículos, cartas, informes, actas, borradores, separatas…) y que cubren un amplio período entre 1937 y 1975. No puedo entrar siquiera, por razones obvias de espacio, en una somera exposición del contenido plural de los descriptores de toda esa documentación pero sí ponderar su potencial investigador.

Desde una primera mirada superficial a la variada temática que toca, se desprende un rasgo llamativo: la evolución y apertura de miras e intereses del pensamiento religioso de Irujo, inseparable del político, en permanente proceso y diálogo, siempre mirando a Europa y anticipándose a su tiempo. Dentro de la complejidad habitual que encierran las relaciones entre lo nacional y lo religioso, en él sobresale la oposición a concepciones monolíticas o dogmáticas, tanto la del laicismo antirreligioso de ciertos sectores de la República como la del nacionalcatolicismo español dominante durante el franquismo. En efecto, ya en los tiempos de la dictadura de Primo de Rivera (1923-30), y fiel a la más moderna doctrina de la Iglesia iniciada con León XIII, le vemos propugnando la «democracia social». Después, este incipiente cristianismo avanzado, que continúa en su apuesta posibilista de la etapa republicana, lo cristalizará políticamente en la democracia cristiana que él mismo contribuye a perfilar en la Europa de posguerra y ello, pienso, es debido en gran medida a sus lecturas y relaciones a veces personales con lo mejor de la reflexión filosófica y la cultura católicas, en particular francesa, de esa época (Maritain, Mounier, Mauriac, Vignaux…). Es uno de las cuestiones que se debería profundizar en una posible investigación sobre la fe de Irujo y sus implicaciones sociopolíticas, porque así se comprendería mejor la perseverancia y fidelidad a unas convicciones fundamentales a lo largo de tantos años sin dejar de amoldarlas, a veces heterodoxamente, a cada circunstancia y a cada momento histórico.

Asimismo resulta visionaria o casi profética su concepción y vivencia de la libertad en materia de religión, pues dentro del mismo Gobierno Vasco, tan plural en sus diversas configuraciones desde la época de la guerra y durante el exilio, se dejó que cada cual cumpliera con sus deberes de conciencia o con su criterio en el orden religioso. Hasta para entrar en el Gobierno republicano de Negrín en 1937, Irujo reclama, entre otras cosas, además del respeto a la autonomía de Cataluña, un respeto a la conciencia religiosa. Y en una conversación con Dolores Ibarruri, la Pasionaria, le confiesa y ruega: «Soy creyente, pero le hablo como republicano. Ud. es comunista, pero es republicana. Queremos defender la República; una buena manera sería iniciar una campaña de tolerancia religiosa previa a la reapertura de las iglesias», y ella estuvo de acuerdo.6 Por todo eso, el cristiano viejo y limpio que había en el alma de Irujo, y que en los años cincuenta ya es consciente de «la evolución progresiva del pensamiento cristiano», se reconocerá después como un hombre del Concilio Vaticano II (1962-65). Hoy, sin duda, simpatizaría con la persona y asumiría gozoso el Magisterio del papa argentino.

Para terminar, sólo voy a citar con más detalle, por su belleza doctrinal y como ejemplo y parte de mi sencillo homenaje, un artículo mecanografiado de Irujo, del año 1954, que hallamos en ese Fondo de Eusko Ikaskuntza al entrar el término cristianismo. El título del mismo es muy significativo de todo un talante existencial, «El amor a la verdad y el espíritu de tolerancia», y no ha perdido su fuerza y vigencia. En él Don Manuel comenta ciertas declaraciones del papa (Pío XII) acerca de la necesidad de que la religión cristiana vuelva a sus orígenes y apunta con finura espiritual: «la caridad, que inspira la tolerancia, no está reñida, sino que es complementaria del amor a la verdad…Verdad, caridad, tolerancia: ¡qué hermosos conceptos! Si no fueran la base del orden cristiano, merecían ser el fundamento del orden social». Pero se lamenta y concluye:

«¿Qué es lo que llega a nuestro país?…La Iglesia proclama públicamente sus mejores deseos y auspicios para la causa de la autonomía, de la libertad y de la independencia de los pueblos…¿Es que los vascos no somos…hijos de Dios, herederos del cielo y de la tierra?…¿Por qué se bendice a un régimen que nos mantiene sin derecho a votar libremente, sin Gobierno propio, sin autonomía, sin libertad sindical, sin derechos individuales, sin libertades políticas y sin Prelados indígenas?»

Esto es solo un botón de muestra de cómo Irujo quiso encarnar, con sus palabras y hechos, el famoso lema de EAJ-PNV «Jaungoikoa eta Lege Zaharra» (JEL, Dios y la Vieja Ley), «expresión que conjuga una concepción trascendente de la existencia con la afirmación de la Nación Vasca» (Estatutos nacionales 2016). Considero que, según su pensar y sentir, ese principio no se traduciría en un mero «modo de vivir y entender» sin explicitarse tal trascendencia. Además, la actual naturaleza «aconfesional y humanista» del partido, en mi opinión, tampoco significa un humanismo sin adjetivos ni contenido, en ocasiones navegando en la ambigüedad o cayendo en ciertas contradicciones. Pienso que se debe vincularlo expresamente a sus raíces fundacionales cristianas, con todas las adaptaciones necesarias al tiempo presente y laicamente abierto a creyentes y no creyentes, tal como, me parece, lo defendió y vivió con pasión Manuel de Irujo, un hombre íntegro y de fe integral, que no integrista.

(*) Doctor en Historia y profesor de Filosofía. Vicepresidente por Navarra de Eusko Ikaskuntza / Sociedad de Estudios Vascos.



Notas:

1 Eugenio Ibarzabal: Manuel de Irujo, Donostia-San Sebastián, Erein, 1977, p. 12.

2 Arantzazu Amezaga: Manuel Irujo: un hombre vasco, Bilbao, Fundación Sabino Arana, 1999.

Una generación donde he incluido -y por eso les dedico el artículo- a mis abuelos paternos, Maximino Aramburu y Jesusa Olasagarre, y a Joaquín, hermano mayor del aitona -los tres hijos de la vieja Iruña-, quienes fueron partícipes, con cierto protagonismo, de la primera etapa histórica de EAJ-PNV en Navarra hasta la guerra civil de España [Josu Chueca: El nacionalismo vasco en Navarra (1931-1936), Bilbao, Servicio Editorial UPV / EHU, 1999, pp. 421 y 431]. Sus ideales nacionalistas se han mantenido vivos en la familia durante los largos y oscuros años de la dictadura franquista y hasta el día de hoy, en mi caso gracias a nuestro aita Jesusmari. Guztiak goian beude!

3 Ascensión Martínez: «Cronología y Bibliografía de Manuel Irujo Ollo (1891-1981)», Vasconia, 32 (2002), pp. 209-232. Contamos con un resumen de las ponencia presentadas en las Jornadas en el monográfico de Euskonews&Media, 26 octubre / 1 noviembre, nº 141. Y para conocer la especial relación e implicación personal de Manuel de Irujo con Eusko Ikaskuntza, desde los orígenes de la Sociedad, fundada en 1918 por todas las Diputaciones vascas, y donde fue miembro de la Junta Permanente antes de la guerra civil del 36, hasta su restauración tras la muerte de Franco en 1975, me remito a Idoia Estornés: «Irujo y la Sociedad de Estudios Vascos / Eusko Ikaskuntza», Vasconia, 32 (2002), pp. 91-97 (todo este número 32, de 2002, de la revista Vasconia, con más artículos sobre Irujo, está también en línea bajo registro: http://www.eusko-ikaskuntza.eus/es/publicaciones/vasconia-cuadernos-de-historia-geografia/ar-1396/).

4 Arantzazu Amezaga: Manuel Irujo…, pp. 143, 272 y 286.

5 Arantzazu Amezaga: Manuel Irujo…, pp. 449-456.

6 Eugenio Ibarzabal: Manuel de Irujo…, pp. 81, 89 y 110.

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2 comentarios en «Don Manuel de Irujo, un hombre de fe»

  1. Un buen artículo, que se sitúa en la línea que pedían Larburu y Arrizabalaga en su artículo de Aberrieguna. Hay que socializar las experiencias de los protagonistas del Auzolan. En este caso, del Auzolan político que consiguió, en las peores condiciones, mantener viva la llama de la Patria vasca, mientras unos pocos originaban un movimiento que, aunque se proclamaba defensor de la causa vasca, presenta un balance destructiva.

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