Joxan Rekondo
SOCIEDAD FUERTE, ESTADO FUERTE. Cuando las relaciones sociales se hallan disminuidas, con una buena parte de las potencialidades de la sociedad civil incapacitadas para contribuir a la provisión de las necesidades comunes, se apremia la intervención de la administración pública. Entonces, el sostenimiento del bien común social se fía a una actuación de las instituciones públicas, que una sociedad fuerte debería haberlas configurado con la solvencia suficiente para enfrentar con eficacia una emergencia de esta índole. De hecho, somos los humanos los que creamos las instituciones de gobierno, a las que demandamos a su vez que nos provean de seguridad cuando la sociedad civil está desbordada.
La referencia es al papel del Estado, entendido no como fin en sí mismo sino como medio al servicio del colectivo social y su bien común. La crisis sanitaria puede ser la mejor muestra de que la confrontación típica entre los que defienden el esquema ‘Sociedad fuerte-Estado débil’ frente a los que postulan ‘Sociedad débil-Estado fuerte’ está descaminada.
Apelemos al principio de subsidiariedad. Incluso la sociedad que persigue la máxima autosuficiencia posible, que cuenta con población y asociaciones con cultura cívica firme, precisa de un Estado robusto y dúctil a la vez, en cuyo auxilio pueda confiar y que espera no se desmorone ante emergencias de extrema gravedad. Lo que una comunidad política madura necesita, por lo tanto, es una sociedad fuerte que disponga de un Estado fuerte, en una relación de tensión y cooperación en la que debieran equilibrase dinámicamente.
Tras la emergencia que ha debilitado las respuestas sociales, podrá recuperarse o no el nivel de autosuficiencia previo. La subsidiariedad, de todas formas, es entendida de manera muy diferente según qué valores predominen en la cultura social. Como concepto general es ambiguo.
Hay comunidades en las que prevalece el deseo de un máximo autogobierno (autosuficiencia) político y social. Son cuidadosas y desean maximizar el desempeño de sus facultades, autonomía que ejercen desde el ámbito civil hasta en el político. Son sociedades con una alta confianza cívica y nivel de asociación y compromiso que también refuerzan el sector público de su nivel (Robert Putnam), aunque su relación con las escalas de competencia superiores sea más conflictiva. Otras se ven inhábiles para resolver problemas que las anteriores resuelven por sí mismas y son más propensas a la tutela por un paternalismo siempre tentado a justificar esta en el auxilio ante la impotencia que cree ver en aquellas.
Por lo tanto, los resultados del ejercicio del mismo principio de subsidiariedad al que se apela son perfectamente desiguales en los dos casos. La confianza y el ejercicio de la responsabilidad propia marcan la diferencia.
Bajo una Administración proveedora de servicios, creímos estar a salvo. Hoy, vemos que somos vulnerables. Aquella confianza era casi total. Ahora, la atención sanitaria está al borde del colapso. Y la confianza está declinando. Todavía nos cuesta hacernos a la idea de que la responsabilidad por nuestra salud no es totalmente delegable en las instituciones sanitarias, que la auténtica eficacia radica en la implicación cívica de cada persona.
Particularmente, concentrar en la política pública la reacción ante la crisis sanitaria es un error. La protección autorresponsable de la salud propia es una obligación adquirida con el bien común. Ahí comenzaría una auténtica recomposición de lo social. Arizmendiarrieta podría de manifiesto la robustez de la vecindad que tiende a la autosuficiencia con uno de sus pensamientos más fecundos: “Sin esperar licencia de nadie, no son pocas las cosas que podemos hacer por nosotros mismos”.