Josu Besoitaormaetxea
En estos tiempos de pandemia estamos asistiendo a cómo un bichito insignificante pone en jaque a toda una civilización, supuestamente avanzada, y a cómo los principios y valores asumidos como inamovibles y sagradamente constituidos tiemblan, a la vez que surgen fantasmas que creíamos superados. Vivimos una noria de acontecimientos que nos producen vértigo, inseguridad, nerviosismo y hastío, todo ello trufado de amarga frustración.
Nuestra sociedad caracterizada por un individualismo hedonista está siendo testigo y protagonista de la fábula del Rey desnudo. A trompicones está siendo esa sociedad consciente de que todos y cada uno de nosotros, en mayor o menor medida, hemos sucumbido a esa vanidad y orgullo del monarca del cuento.
Hemos dado por sentado nuestro estatus, nuestra sociedad avanzada, nuestro poder. Somos ciudadanos con derechos, libres, burgueses o proletarios(pero de primer mundo), con convicciones y razonamientos científicos, con cultura, con vacaciones en la playa y excursiones al monte, con vermouth y pintxos…Lo más de lo más…
No somos como aquellos que recoge Eduardo Galeano que no tienen cultura sino folklore, que no hablan idiomas sino dialectos, que en vez de profesar religiones tienen supersticiones… Ya superamos eso. Tenemos otro nivel. O eso creíamos. Porque esta pandemia nos ha demostrado que, tal vez, lo que teníamos era una autoestima muy elevada. Que nuestra sociedad avanzada no es tan lejana ni distinta de la de los nadies y los hijos de nadie de Eduardo Galeano. Que todos somos básicos, muy básicos. Y nuestras necesidades también.
A la vez que hemos sido conscientes de nuestra vulnerabilidad, nos hemos dado cuenta de la fragilidad de nuestras estructuras sociales y las instituciones que presumíamos perfectas han enseñado sus costuras. La podredumbre de unas estructuras heredadas, anticuadas y desfasadas ha quedado más al descubierto que nunca.
Unas estructuras que apenas sustentan el disfraz de “grandeur” con el que tapaban sus vergüenzas. Una estructura de Estado que apresuradamente maquillado ha pretendido durante demasiado tiempo pasar el cribado de una democracia europea moderna y lleva ya tiempo dando muestras de herrumbre heredada del régimen y corrosión de óxido actual.
Unas estructuras que adolecen de un olor a rancio y a naftalina que con las noticias actuales resultan aún más irrisoriamente anacrónicas.
Al confinarnos obligatoriamente y no poder pavonearnos de nuestras supuestas importancias individuales, la sociedad ha descubierto la importancia real de los basureros que vacían los contenedores, de los camioneros, de los trabajadores de supermercado…de esas profesiones alejadas de la nobleza universitaria o del romanticismo agrícola pero que resultan fundamentales para los engranajes de la vida cotidiana y la supervivencia básica.
La cruz de esa visión ha venido de la solemne inutilidad de loa monarquía española, de una clase política centralista cainita y preocupada de su imagen y no soltar el poder y con tics recentralizadores.
Una inutilidad regia que se ha visto subrayada por la huida del Emérito con la connivencia del Ministerio Fiscal y el poder Ejecutivo central. Con una heredera a la fuga académica y un colapso intencionado de los poderes autonómicos forzado por presiones del amado líder.
Esta utilización de la pandemia contra las autonomías ha sido perpetrado no sólo desde la Moncloa, sino que desde los Tribunales Superiores de Justicia, desde la Fiscalía, y desde los órganos ungidos por el unionismo estatal se ha atacado sin descanso. Eso sí sin molestar a la Ayatolá Ayuso que en su pequeño Reino ha constituido la máxima de que España es Madrid, algo que ya decíamos; que el problema de España es no entender que Castilla es España, pero España no es Castilla. Ahora ya el paroxismo centralista: España es, no ya Castilla, sino Madrid.
Así los tejidos, de este estado postautonómico, que lejos de contener las nacionalidades y regiones que recogió ya la Constitución, las oprime y estruja, dan muestras de desgaste total.
Esta pandemia no es vírica, es social; y los valores pasados no garantizan los futuros, y esas viejas estructuras que caen requieren una reflexión para sustituirlas por nuevos referentes ilusionantes y que nos aporten un sentimiento de alegría y esperanza como colectivo y pueblo. ¡Nos lo merecemos!