Gabriel Otalora
Creo que vivimos en una situación de privilegio si estamos de acuerdo en que las comparaciones, además de odiosas, son necesarias. No todas las personas vascas disponen de lo exigible en clave de dignidad humana, pero tenemos unas variables socioeconómicas y solidarias en comparación con el resto del mundo -del mundo, sí- muy buenas, teniendo en cuenta que jugamos en un mercado en plan la ley del más fuerte. Y también nos mantenemos solidarios por encima de la media ante una realidad mundial difícil de justificar.
En una de las obras más importantes del siglo pasado, titulada Lo pequeño es hermoso, Ernst Schumacher afirma que “si los vicios humanos de la desmedida ambición y la envidia son cultivados sistemáticamente, el resultado inevitable es un colapso de la inteligencia: la persona dirigida por la ambición y la envidia pierde el poder de ver las cosas tal como son”. Schumacher concluye citando a Dorothy Sayers: “No pensemos que las guerras son catástrofes irracionales: las guerras ocurren cuando formas erróneas de pensar y de vivir conducen a situaciones intolerables”. Y situación intolerable es la de millones de personas que no llegan al día siguiente porque se mueren de hambre o de sed.
En Europa, las cosas las vivimos de otra manera. Los datos (2016) dicen que la Unión Europea echa a perder 89 millones de toneladas de alimentos anuales. En los hogares se desecha el 42%, y en los restaurantes, el 14%. El resto se va en la manipulación y el almacenamiento. Ya sé que no se pueden alimentar hambrientos con estadísticas, pero los avances del crecimiento no llegan al desarrollo de la mayoría.
La desigualdad que crece. Lo peligroso es que esta idea de lo sobrante, perfectamente mimetizada en nuestras conciencias, es la misma que algunos ya trasladan a las personas que por causas de pobreza, exclusión social, vejez o discapacidades varias, sienten que están de más. Y lo que es peor, se sienten señalados porque el coste público de las atenciones que requieren es cuestionado desde la eficiencia. Estoy pensando en el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, y en la actitud general con los exilados.
Ante el “aumento endémico y sistémico de las desigualdades y la explotación del planeta”, el Papa Francisco vuelve a poner el foco de atención en el desafío de aunar los derechos individuales con el bien común. Me han enviado esta semana un mensaje muy revelador: “Si nos organizamos, cabemos todos”. El problema es que a demasiadas personas de bien no llegan a impactarles las duras cifras de las desigualdades provocadas, no sobrevenidas de la nada.
El Papa apelaba a una ética en que todo el proceso de producción debe adaptarse “a las necesidades de la persona”, con lo que esto implica de “civilizar el mercado” y “deshacerse de las presiones de los lobbies públicos y privados que defienden intereses sectoriales” para que la política se ponga al servicio de la persona humana, el bien común y el respeto por la naturaleza.
Este desafío debe ser protegido por la trampa en la que muchos siguen cayendo: “Estos comentarios papales son más comunistas que cristianos”; “el Papa entra descaradamente en política, por tanto, no le sigo escuchando”; “no hay derecho a las libertades que se toma, mejor haría en dedicarse a temas pastorales…”. El obispo Helder Cámara lo resumió con esta brillante reflexión: “Si doy de comer a los pobres, me dicen que soy un santo; pero si pregunto por qué los pobres pasan hambre, me llaman comunista”.
Que nadie se confunda, la desigualdad está dentro de nosotros y la apuesta ética del Papa no es de izquierdas ni de derechas, es una propuesta cristiana contra las injusticias estructurales pensando en la dignidad de la mayoría de seres humanos.
Quien entienda esto como una distorsión del catolicismo que se lo haga mirar con urgencia si tenemos en cuenta que los expertos en Yahvé contemporáneos de Jesús cayeron en parecida distorsión. Y mataron al Verbo Divino.