Imanol Lizarralde

Escribe en El País el filósofo Fernando Savater acerca del traído y llevado tema de las identidades y de lo qué es la “identidad democrática” (Sobre la identidad democrática, 29-12). Savater mete en el mismo saco a las “identidades religiosas” y “las idiosincrasias nacionalistas”, y las opone al “laicismo”:

“Frente a la cultura de la pertenencia -acrítica, blindada, basada en el sacrosanto “nosotros somos así”- está la cultura de la participación, cuyas adhesiones son siempre revisables y buscan la integración de lo diferente en lugar de limitarse a celebrar la unanimidad de lo mismo. A esta última, que respeta el ser de cada cual pero lo subordina en asuntos necesarios al estar juntos con quienes son de otro modo, es precisamente a lo que se llama laicismo”.

Los juicios de valor que le merecen al filósofo lo que el denomina “la cultura de la pertenencia” o “la cultura de la participación” son, aquí, menos importantes que la oposición, concreta y palpable, que Savater pretende establecer entre la pertenencia nacional o religiosa y el “laicismo”. Savater nos describe, así, un mundo de identidades enfrentadas, una nueva versión de la lucha entre la luz y las tinieblas, en la que la sacralidad laica se enfrenta a la hidra de dos cabezas de las “idiosincrasias nacionalistas” y las “identidades religiosas”.

La descripción del “laicismo” y de los enemigos a los que lo opone es menos importante que la propia oposición. Por qué tal oposición expresa una posición política, que es concreta y particular, la del propio Savater y la de aquellos que defienden la postura de Savater. Existe una trampa en esa oposición entre culturas de pertenencia o de participación, que es plantear que ambas son incompatibles, es decir, afirmar que están opuestas. Sin identidades de pertenencia no existiría la pluralidad, y sin la pluralidad no existiría la necesidad de conjugarlas en un proyecto común. Pero un proyecto común que se opone a una identidad que dice defender ya no es proyecto común: es el patrimonio de una facción que (por muy numéricamente mayoritaria que sea) hace de lo común un instrumento de lucha en contra de un enemigo al que se le señala con el dedo.

Al comienzo del artículo apunta Savater un ejemplo alarmante de esta lógica perversa. Pues hace suyas las palabras de Leoluca Orlando, ex alcalde de Palermo:

“Sostuvo que en la UE es preciso dejar de hablar para bien o para mal de «minorías», porque lo que cuenta es que todos formamos parte de la mayoría democrática igual en derechos humanos y garantías civiles. El reconocimiento político de «minorías» estereotipadas consagra una cultura de la pertenencia, según la cual los derechos dependen de la adscripción del ciudadano a tal o cual grupo identitario. Cada identidad se convierte así en un blindaje que justifica excepciones y conculcaciones de las pautas democráticas generales”.

Desde el punto de vista de la “identidad democrática” el concepto de “minoría” es insoslayable. La democracia no puede entenderse sin la minoría; pues una mayoría no puede decidirlo todo acerca de una minoría. El límite de la expresión de la voluntad mayoritaria es, precisamente, el propio sujeto humano, la minoría de minorías, cuya dignidad y vida física no deben vulnerarse en función de ningún supuesto interés general.

La obligatoriedad, según Leoluca Orlando/Fernando Savater, de “pertenencia” a una “mayoría democrática igual en derechos humanos y garantías civiles” no debe oponerse a “la adscripción del ciudadano a tal o cual grupo identitario” por que la tal mayoría puede ser (como lo ha sido históricamente) excusa de imponer el rodillo de la homogeneización por parte de un determinado poder político. La separación de Savater entre un “ser” (identitario, individual) y un “estar” (político, universal) es una separación que no tiene en cuenta que el fundamento de toda democracia es la libertad de “estar” y el poder decidir acerca de ese “estar”. Para Savater lo que nace políticamente junto no puede separarlo el hombre, consideración que tiene muy poco de laico aplicado a las categorías políticas.

Orlando y Savater identifican, además, para la UE el mismo modelo de Estado-Nación que rige en Francia, España o Italia. Las naciones latinas ex imperiales proyectan sus ansias de grandeza o su megalomanía nacional a la propia concepción de la Unión Europea, con todo el peligro que ello acarrea por parte de la filosofía nacional de unos estados surgidos como fruto del jacobinismo, el franquismo o el fascismo. De esta manera, se pretende universalizar idiosincrasias nacionales muy precisas (las de Francia, España e Italia) a base de imponer sus valores a las naciones que integran Europa.

Esta concepción jacobina de Europa hace agua por todas partes y no fructificará. Europa se hará de otra manera de la que Bruselas trate a Gran Bretaña u Holanda como París o Madrid tratan a las partes diversas del territorio de su estado. Mientras tanto, el futurible deseado por Orlando y Savater sirve para el trabajo ideológico de señalar a nuevos y providenciales enemigos de tal concepción jacobina, como si estos fueran enemigos de la humanidad entera.

Para Savater, “existe una diferencia esencial entre la diversidad de identidades discernibles en cualquiera de nuestras comunidades actuales y la identidad democrática que constituye el ADN del sistema político en que vivimos”. Savater prescinde, así, del hecho, histórico y concreto, de que la “identidad democrática” es fruto de “identidades nacionales” y del enfrentamiento entre estas. En Europa, concretamente, la “identidad democrática” es fruto de la victoria de los americanos e ingleses contra el fascismo italiano, el nazismo alemán y el colaboracionismo francés. Savater no puede o no quiere darse cuenta de que su concepción democrática es fruto de una identidad nacional, la española, transida por las concepciones unitario-jacobinas de una constitución derivada de un estado franquista.

En el análisis concreto de las “identidades religiosas” y las “idiosincrasias nacionales”, Savater nos muestra los caracteres de fondo de su concepción de la “identidad democrática”. Sobre las identidades religiosas nos dice:

“No son los minaretes ni los campanarios los que amenazan las libertades públicas, sino aquellos feligreses o dignatarios religiosos que ponen su pertenencia a una fe por encima de sus obligaciones con el sistema democrático que las permite convivir a todas sin desgarramientos ni indebidos privilegios”.

Savater sigue empeñado en oponer cosas no necesariamente contrapuestas. Además la historia contemporánea, las historias del nazismo y del comunismo, nos muestran que es la ideología del “estado” (fascista, comunista, democrático-jacobina, islámica…) la que de forma más escandalosa ha intentando violentar el sujeto humano. Las tiranías del siglo XX (con la parcial excepción española y la de los países islámicos) han sido laicas y militantemente laicistas. Por la razón de que algún determinado Estado atribuyera una “pertenencia a una fe” por encima de supuestas obligaciones cívicas a millones de personas, estas han sufrido persecución, adoctrinamiento obligatorio y liquidación física. Hoy en día todavía tenemos a regímenes laicos que persiguen a las personas por profesar una determinada religión. El hipotético “laicismo” de Savater puede convertirse, por sus atributos absolutos, en una nueva fuente de tiranía. Si el laicismo se opone a una religión el laicismo se convierte en religión, pero religión de la mala, de aquella que no se reconoce a sí misma como tal. Finalmente, entramos en el tema de las “idiosincrasias nacionalistas”. Savater dice:

“En el País Vasco, por ejemplo, las tímidas medidas que afortunadamente se van tomando para asentar por fin la maltrecha identidad democrática que allí nunca ha tenido verdadera vigencia tropiezan con la oposición de quienes se empeñan en verlas como agresiones a una supuesta «identidad vasca», que ellos se han ocupado de diseñar como incompatible con la española y calcada de parámetros exclusiva y excluyentemente sabinianos”.

Fernando Savater, al igual que otros radicales del españolismo seudocívico, afirma que la “identidad democrática” “no ha tenido vigencia” en Euskadi por la oposición entre una “supuesta” identidad vasca “calcada de parámetros sabinianos” y esa misma “identidad democrática”, representada por el PP-PSOE-UPD. La identidad democrática, según Savater respecto a este caso, no está unida a la voluntad electoral de los vascos, que han decidido estos últimos treinta años a los representantes de sus instituciones, sino al hecho de que hay partidos (el del propio Savater, PSOE, PP…) que son “democráticos” por una gracia genética de la que otros carecen. Savater, en todo caso, coincide en su concepción con los totalitarios del MLNV que pretenden decirnos que en Euskadi no habrá democracia hasta que manden ellos o los de su cuerda. Y respecto a Cataluña dice Savater:

“De modo semejante, se previene y desvaloriza en Cataluña la función del Tribunal Constitucional, cuya misión (hay que reconocer que cumplida por lo general sin excesivo lucimiento) supone precisamente la defensa del estar constitucional frente a formas de ser que impliquen desigualdades ofensivas o disgregaciones territoriales de la ciudadanía”.

Del mismo modo que en Euskadi el ejercicio del voto por parte de la ciudadanía no es un hecho esencial para fundar una “identidad democrática”, en Cataluña la existencia de un referendum ciudadano, la aprobación por parte de la Generalitat y de las propias Cortes españolas del estatuto catalán, no conforman, por sí mismos, una identidad democrática. Esta viene (según Savater) sobre todo de la existencia providencial de un organismo como el Tribunal Constitucional formado por una decena de personas, elegidas por el PP y el PSOE, en cuyas manos se encuentra la potestad de modificar leyes orgánicas aprobadas por miles de ciudadanos.

La “identidad democrática” es, así, para Savater un reino restrictivo, que prescinde de las minorías y señala a dos enemigos, las identidades religiosas y nacionalistas. Es también un reino donde el ejercicio de la voluntad democrática por parte de los ciudadanos constituye un hecho secundario, condicionado al caché de los partidos que aceptan la unitariedad del “Estado” y a la cautela vigilante de los ancianos del Tribunal Constitucional, guardianes de la obligatoriedad del “estar” juntos.

En este sentido, la ideología que muestra Savater es una ideología belicista, es la ideología de las identidades enfrentadas. Nos da lo mismo que Savater dibuje su identidad política democrática con los mejores colores. Señalar al enemigo: ese es el fundamento de su identidad política, la negación del otro. E identificar los valores universales con los valores de la Nación-Estado española. Son dos argumentos tramposos que en nada favorecen la verdadera identidad democrática.

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9 comentarios en «Identidades enfrentadas»

  1. Savater es 1 «luchador» kontra las imposiciones, inkluso las fantasmas. Su «artikulo» (x llamarlo d alg1 manera) diciendo k si prohiben fumar en establecimientos publikos es 1 imposicion (sabiniana, seguramente, kon la kulpa del PNV) es xa reirse y no parar.

    Contra la imposición de la salud

    «No me gustaría tener que salir a la calle todas las mañanas con los vecinos de mi inmueble, como en China, para realizar una higiénica tabla de gimnasia bajo la supervisión de un comisario médico…»

    http://www.elcorreodigital.com/vizcaya/20091228/opinion/contra-imposicion-salud-20091228.html

    Otro klaro ejemplo de k el kambio es necesario tambien en España, xk parece k el PNV lleva 30 años gobernando en monkloa usando marionetas del PSOE y del PP! Komplot!

  2. Para Savater sólo Savater es demócrata. Para mí, si esa es su democracia, yo no soy demócrata. Es un sectario y demuestra que para la democracia española no es universal, sino española por muy «ciudadanos del mundo» que se digan.

  3. JELen agur

    Me interesa destacar unas ideas al respecto ya apuntadas en cierta medida por Imanol.
    Esta forma de pensamiento tiene dos aspectos:
    -La necesidad de establecer mundos estancos, aislados, opuestos, irreconciliables, “o con nosotros o contra nosotros”, escapando de la real transversalidad del ser humano, de su diversidad en los planteamientos socio-políticos. Es como la necesidad irrefrenable de establecer un frente de lucha, como si la aniquilación del otro, fuera la manera de solucionar los problemas políticos. Esto siempre me lleva a pensar en el esquema belicista de los movimientos radicales (de los que Savater es confeso militante).
    -Su manifiesta incapacidad de entender (o de no estar interesado en ello por lo anterior) que la universalidad, la democracia, la ciudadanía, la solidaridad, no son opuestos a la pertenencia identitaria, sino que se complementan y enriquecen MUTUAMENTE y a su vez sirven de autocontrol en riesgos de extralimitación. El ciudadano que tiene identidad, no renuncia por ello a los valores de universalidad, pero los modula y enriquece.

  4. Estimado igomendi…, Savater fuma puros habanos; le da igual la marca, pero tienen que ser «made in Cuba». Savater vino a Euskadi para hacer la revolución universal socialista (como Paco Llera) y promovió la Contra-Universidad de Zorroaga; luego no se reconoció en la obra y despotricó de la misma. «Egin» les dió buena cobertura en el final de los 70 y principios de los 80, del siglo pasado. Savater no ha sido demócrata en su vida; sí, por contra, un gran vividor. Filósofo de su filosofía. Un laico-libertario-mercenario. Un envidioso. Algo prescindible…

  5. Pero vamos a ver, si Savater sólo tiene una obsesión política, que es demostrar que lo español es la única identidad no-identitaria y, por lo tanto, democrática.
    De charlatanes está lleno el mundo y Savater hace tiempo que engorda la lista de loritos.

  6. suscribo lo de galtzagorri y añadir simplemente algo que olvida Savater,

    La identidad democrática es una identidad compleja en tanto que compuesta: no cabe una identidad democrática sin una previa identidad libertaria.

    El dice que su identidad democrática pasa por el «estar» no por el ser, pero se olvida que es un estar «por mis cojones» porque lo decido yo, para luego decidir democráticamente que hacemos juntos.

    Es decir parte de una imposición, y la cuestión es que tendrá que preguntarsenos si queremos vivir juntos primero en un determiando grupo para luego poder decidir democráticamente juntos. Esto es lo que trate de explicar con los cuatro elementos constitucionales.

    Aquí unos sentimos que estamos a la fuerza.

    Luego no será democrático un demos cuya formación ha sido impuesta.

    Y el dirá, muy bien, pero ya que estamos….

    Pues ya que estamos con gentes como usted, a lo mejor nos separamos.

  7. Yo no entiendo muy bien esa contraposición entre ser y estar.
    Si la democracia es esencialmente un proceso democrático permanente, digo yo que lo que corresponde a lo democrático es ser, frente a estar, que es lo pasivo, que es lo que hacen los súbidos de las monarquías absolutas.

  8. Y ya no te kuento si al «ser» o al «estar» le kieres añadir «hacer». Ahi ya no t keda kasi nadie.

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