Pello Sasian
Parte II – Memoria y responsabilidad compartida
III. Memoria moral: la herencia ética frente al relato del poder
La memoria vasca no se funda en la nostalgia ni en la revancha, sino en la coherencia. Recordar no significa revivir el dolor, sino continuar la fidelidad a una forma de estar en el mundo. En nuestro caso, la memoria no es solo un acto histórico, sino una práctica moral: una manera de mantener vivo el sentido del bien en medio del tiempo.
La genealogía ética vasca se alimenta de esa memoria moral: la de quienes, en medio de la violencia, del miedo o de la dictadura, supieron sostener una conducta justa sin odio y sin renuncia. El verdadero legado no es la lista de los hechos, sino el ejemplo de quienes no perdieron la dignidad cuando todo invitaba a perderla. Esa es la herencia que nos permite llamarnos comunidad moral: la constancia de los que resistieron sin resentimiento y trabajaron sin vanidad.
El pueblo vasco ha aprendido a transformar el sufrimiento en responsabilidad. No lo ha hecho idealizando el pasado, sino buscando en él los modelos de coherencia que le permiten mirar al futuro. Esa es la diferencia entre la memoria política y la memoria moral: la primera busca justificar, la segunda busca comprender. Una recuerda las heridas; la otra recuerda los gestos que las curaron.
Recordar, así entendido, no es mirar atrás, sino mantener el hilo ético que une generaciones. La memoria moral se transmite como un oficio: con el ejemplo, con la palabra, con la conducta. Cada vez que alguien cumple lo prometido, respeta la vida ajena o se compromete sin esperar recompensa, está continuando esa genealogía silenciosa que sostiene a nuestro pueblo.
En tiempos en que el relato del poder tiende a uniformar o manipular la historia, la memoria moral devuelve la verdad interior de la comunidad. Nos recuerda que la justicia no depende del vencedor, sino de la conciencia. Que un pueblo solo es digno cuando no renuncia a su humanidad, incluso en la derrota. Por eso, la memoria vasca no busca enemigos, sino coherencias; no necesita levantar monumentos, sino mantener viva la ética del respeto.
Esa es nuestra verdadera victoria: haber sobrevivido moralmente, haber conservado la decencia como raíz de la libertad. El recuerdo, para nosotros, no es un refugio: es una tarea. Una manera de cuidar lo que somos y de impedir que la historia nos convierta en extraños de nosotros mismos.
IV. La moral vasca hoy: burujabetza y convivencia democrática
El tiempo actual nos enfrenta a una paradoja: nunca se ha hablado tanto de libertad y nunca ha estado tan amenazada la responsabilidad. El mundo nos invita a elegir sin límite, pero a menudo nos despoja del sentido que da valor a nuestras elecciones. Por eso, la pregunta por la moral vasca hoy no es arqueológica: es urgente.
Burujabetza significa literalmente “ser dueño de la propia cabeza”, pero su contenido ético es más amplio: ser capaz de gobernarse a sí mismo sin perder el respeto por los demás. La burujabetza no es una independencia política, sino una autonomía moral, la madurez de quien sabe decidir sin olvidar el bien común. Ser libre, para el vasco, no es huir del mundo, sino responder ante él.
Ese modo de entender la libertad tiene consecuencias políticas, pero sobre todo humanas. La convivencia democrática —esa palabra que a veces se vuelve fórmula vacía— solo tiene sentido si se apoya en una ética cívica profunda.
La democracia no es un procedimiento; es una disciplina moral. No basta con votar: hay que aprender a convivir, a escuchar, a respetar incluso cuando no se coincide. Y esa escuela de convivencia ya existía antes de que llegaran las instituciones: era la vecindad, el auzolan, la palabra cumplida.
La moral vasca contemporánea no se impone, se propone. No exige creencias uniformes, pero sí un código mínimo compartido: la dignidad de cada persona, la honestidad del trabajo, el valor de la palabra. Es un humanismo civil que no reniega de su raíz cristiana, pero la traduce en términos universales de respeto, justicia y compasión. Por eso puede ser asumido también por quien no cree, porque se apoya en una fe moral común: la confianza en el valor de la vida y de la conciencia.
El desafío actual consiste en mantener viva esa herencia sin fosilizarla, en renovar la moral vasca sin convertirla en identidad cerrada. Se trata de unir tradición y modernidad, raíz y apertura, deber y libertad.
Solo así la burujabetza podrá seguir siendo una brújula para la convivencia democrática, un modo de ser libres juntos, no unos contra otros.
La libertad vasca de hoy no se defiende con gestos heroicos, sino con gestos coherentes: cumplir la palabra, cuidar lo común, trabajar con honestidad, vivir sin miedo. Ahí sigue latiendo la misma ética que heredamos, la misma que, sin necesidad de templos ni de proclamas, sigue haciendo de la vida vasca un espacio moral compartido.
Egun on Pello,
Me resulta curioso el texto, en el sentido de que la conciencia moral que propones coincide totalmente con los valores cristianos, pero al mismo tiempo llamas a traducirlos en términos universales de respeto, justicia y compasión. Que son también términos genuinamente cristianos. Es decir, que llamas a traducir los valores cristianos en valores cristianos. Me parece una tautología.
Creo que entiendo el sentido de tu propuesta, en el contexto de secularización actual: se trataría de no renunciar a los valores de nuestras raíces cristianas, sin por ello tener que volver al cristianismo. En mi opinión, es similar a sustituir el contacto personal por el contacto a través de redes sociales. Sigue siendo contacto, sigue habiendo una comunicación, e incluso se amplían las posibilidades, pero algo se ha perdido por el camino. Y ocurre al final que los contactos, aunque más numerosos, son más superficiales y menos auténticos.
Volviendo a tu escrito, te refieres al pueblo vasco como una entidad monolítica, capaz de sostener en tiempos difíciles una conducta justa sin odio y sin renuncia. Yo dudo de que algún momento haya llegado a existir ese pueblo vasco, pero sí admito que hubo una parte muy representativa del pueblo vasco con esos valores. ¿En qué se fundaban? En mi opinión, en el cristianismo. «Euskaldun fededun», se decía.
Pero ¿qué ocurre cuando se intenta preservar esos valores a la vez que se renuncia al cristianismo? Que surgen grietas. Se mantiene una idea de tenacidad, sí, pero el odio ya no se excluye. Sigue presente el auzolan, sí, pero siempre que compartamos unas ciertas ideas de base. Sigue habiendo solidaridad, sí, pero selectiva.
Es verdad que incluso en ese contexto, hay gente que sinceramente reivindica esos valores puros sin la necesidad de reivindicar el cristianismo. En mi opinión, esas personas están más cerca del cristianismo de lo que ellas mismas creen.
En definitiva, tu proyecto de genealogía ética vasca me deja una impresión similar a la que G.K. Chesterton describe en su libro «Ortodoxia», cuando escribe sobre ese navegante inglés que calculó mal su rumbo y descubrió Inglaterra con la impresión de que había llegado a una nueva isla en los Mares del Sur. Me queda claro que entiendes que esa nueva isla puede ser descubierta, y quizás sea así. Yo me inclino por pensar en que esa isla ya existe.
En todo caso, aclaro que tu enfoque me parece muy interesante, y hasta «glorioso» siguiendo con la analogía de Chesterton: «¿Qué podría ser más glorioso que prepararse para descubrir Nueva Gales del Sur y luego darse cuenta, con un chorro de lágrimas de felicidad, que en realidad era la vieja Gales del Sur?»