Imanol Lizarralde (*)
Me lo contó un compañero de EA. Tras el asesinato del concejal del PP de Rentería Manuel Zamarreño en junio de 1998, la corporación decidió colocar su féretro en una de las salas del ayuntamiento para que se le rindiera homenaje. Mi compañero entró en el edificio y anduvo perdido durante unos momentos. En cuanto encontró el salón en el cual se hallaba el féretro con el cadáver, vio que había un grupo de gente alrededor. Al acercarse, pudo oír que esas personas, simpatizantes de la Izquierda Abertzale, coreaban desaforadamente “¡asesino!” al asesinado.
Como no es un hecho aislado cabe hacerse la pregunta ¿Cuál es a la lógica a la que responde? Esta anécdota podría figurar en el libro de Joseba Eceolaza, “ETA: la memoria de los detalles”, del cual el autor hará una exposición el 18 de septiembre en el Espacio Antonio Mercero en Lasarte a las 7 de la tarde. Relata los “detalles” que rodearon a la violencia de ETA y de los grupos de Kale Borroka. Me refiero a los hechos cotidianos que ocurrían entre los atentados y los ataques.
El dicho de “la letra con sangre entra” explica la lógica de los acontecimientos que ilustra Eceolaza. Decía Nietzsche que la “ley” para imponerse tiene que dejar una marca en los cuerpos. Las acciones de sabotaje y de kale borroka, el acoso individualizado a personas escogidas, la implicación de militantes de base y de multitudes aleccionadas en algaradas, persecuciones y ataques prefiguran una ley que la Izquierda Abertzale quería dejar impresa en el cuerpo de la sociedad vasca.
Uno de los mandamientos de esta “ley” consistía en la desmoralización del enemigo. En muchos casos se ejercía el ensañamiento sobre los familiares de las víctimas. Dice Eceolaza: “El día después -del asesinato de Zamarreño- apareció en su portal una copa y una botella de champán. A la propia Naiara Zamarreño en el instituto le gritaron “Gora ETA” y le echaron pasquines en su taquilla”. Estas acciones tenían además como objetivo aislar a la persona del entorno social, como si estuviera apestada, y declarar públicamente su “muerte civil”; aleccionar los ataques de las gentes de a pié de la Izquierda Abertzale, para que lo hicieran con el aval de una ley que los legitimaba; y que las propios señalados “amaran al Gran Hermano”, es decir, tuvieran que aceptar la razón del movimiento victimario.
Cuenta Eceolaza que en el 2009, en la víspera de su disolución, ETA redactó un comunicado, advirtiendo a dos familiares de víctimas con las palabras: “alentar a la represión trae responsabilidades”. Humillar a las víctimas componía parte de esa ley. Recordemos que la tumba de Gregorio Ordoñez fue profanada varias veces. Recordemos el caso de los familiares del asesinado Jesús Ulayar de Etxarri Aranaz, donde uno de los asesinos fue declarado “hijo predilecto” y el otro fue nombrado psicólogo de un centro escolar. Mientras tanto, su casa era adornada con pintadas de vivas a ETA cuya eliminación, como oprobio adicional, tenían que pagar de su propio bolsillo.
Otro de los mandamientos de la “ley” era la inversión de papeles: los hemos visto con Zamarreño. Pero el caso paradigmático es el de los presos de ETA. Estos, los principales victimarios, se presentaban como las grandes víctimas y cualquier mal que les afectase era justificación para señalar a los responsables de la situación, que podían ser literalmente cualquiera. Un comentario casual, una negativa a contribuir a la “bolsa” de los presos, la negativa a apoyar una moción a favor de los mismos, la simple pertenencia a un partido, suponían un castigo: agresión física, amenaza o destrucción de la propiedad.
Los “detalles” del mundo que pinta Eceolaza reflejan que “nuestra cotidianeidad” estuvo “trastocada por la violencia”. Encajan con los versos de Xabier Lete: “viendo el odio encendiéndose en los ojos/cuando las hachas son afiladas para los hermanos…viendo como los zorros se convierten en lobos/adornando con sonrisas/sus largos colmillos”. Pues lo peor del panorama lo constituía el “voluntariado” de personas que se aprestaba, por su cuenta, a aplicar la ley que quería imponer la Izquierda Abertzale y estaba dispuesta por ello a la burla, a la amenaza o la agresión.
Este atroz experimento de ingeniería social no prosperó y finalmente fracasó. La Izquierda Abertzale disolvió a ETA y sus dirigentes ahora, los mismos de entonces, se nos presentan con los ropajes del pacifismo y del humanitarismo. Sin embargo, las secuelas de esa época no lejana viven con nosotros. La Izquierda Abertzale se esmera en producir una memoria selectiva, que recuerde los fusilamientos de Txiki y Otaegi, pero que silencie los numerosos y cercanos fusilamientos de ETA así como el magma de violencias que los acompañó. Por ello, Eceolaza nos advierte acerca del peligro de “poner el relato al servicio de un discurso exculpatorio” ya que tal cosa podría suponer “una ruina para las próximas generaciones”. Su libro intenta proyectar una “mirada moral al pasado” contando las historias reales y cotidianas de las personas que sufrieron esa época terrible. Su testimonio pretende honrarlas, para que las podamos conocer y honrar.
(*) Historiador