Joxan Rekondo
La memoria social siempre ha buscado configurarse como un relato comunitario. La relación entre memoria y comunidad debería ser indisoluble cuando vivimos una época cuya pretensión se define en torno a la transmisión sostenible de los bienes comunes. Pese al ascenso de una cultura que se somete a la pura inmediatez, la memoria de la historia reciente y su efecto sobre el porvenir preocupa a sectores relevantes de la sociedad vasca organizada, que la exponen una y otra vez en los diferentes ambientes en los que se desarrolla nuestra conversación pública. Esta actividad contribuye a la composición del legado comunitario que podemos transmitir a las nuevas generaciones. En este contexto, es importante que aprendamos a distinguir las experiencias históricas más sugerentes para un futuro en común provechoso y sostenible de las que han resultado trágicas y rupturistas para nuestra comunidad.
Desde ese marco, propongo observar la dialéctica que, en los apasionados 60 del siglo XX, se desarrolla en torno a la cuestión social e implica a dos discursos y actitudes que propugnan diferentes vías de resolución. Entonces, el grupo aglutinado en torno a José María Arizmendiarrieta estaba haciendo crecer una experiencia emancipatoria sobre una realidad social en la que también pujaban otros sectores -a los que Joxe Azurmendi agrupa bajo la denominación ‘nuevas izquierdas vascas’- que propugnaban esa misma meta liberadora, aunque pretendieran hacerlo promoviendo procesos que, al estilo de las revoluciones anticoloniales, incluían el recurso a las armas.
A partir de ahí, la idea de liberación social, que se convierte claramente en dominante entre las fuerzas vascas de mayor dinamismo, se abre paso en medio de una gran controversia, un auténtico ‘volcán ideológico’, de la que queremos destacar los puntos de confrontación más importantes.
La persona como sujeto para el bien común. La persona, diría Mounier, “no puede recibir desde fuera ni la libertad espiritual ni la comunitaria”, frente al convencimiento leninista de que la conciencia de las masas solo puede provenir desde una dimensión, como la vanguardia, exterior a ellas. Para los fundadores del cooperativismo vasco, el núcleo constitutivo de la cooperación proviene del acervo de ideas y convicciones de las personas. La persona es el sujeto, un ser cuya principal fortaleza es su propia conciencia. Allí donde el marxismo ve una conciencia alienada e inhabilitada, Arizmendiarrieta constata un fundamento firme y eterno, inexpugnable, en el fondo del espíritu humano. Acompañando a esta naturaleza invariable, la conciencia humana provee a la persona de una facultad que le impulsa a moverse “hacia una expansión nueva y superior en consonancia con la regeneración interior y social del hombre” (JMA).
No es posible una transformación social de signo humano sin una activación íntima de la persona al servicio del cambio. La cuestión, de una tremenda actualidad, es que no pocos cambios sociales pueden ser acuciados por fuerzas cuya dinámica está fuera de nuestro control. Ante esto, Arizmendiarrieta alertaba del riesgo implicado en estos procesos, que podrían realizarse a despecho del mínimo sentido de lo humano o de los que podría quedar desafecto nuestro concreto bien comunitario.
Aunque las capacidades humanas no puedan con todo, las personas no somos convidadas de piedra ante la construcción del futuro. El aporte de sentido humano al cambio social no será posible sin la asunción por cada persona de la libertad responsable con la que impulsa la mejora de su trayectoria vital. Sin perder nunca de vista que la búsqueda de un progreso personal necesita un desarrollo más allá de su individualidad. De ahí que se entienda que la liberación humana, más que un golpe revolucionario, es un camino (Gizabidea) que ha de referirse y apoyarse en “el hombre presente, al hombre tal como es, sin que por ello deba significar renuncia al ideal, al progreso, al mantenimiento de un proceso de promoción” (JMA). Eso es, aferrándose a la búsqueda de sentido que transciende al ser presente y con la consciencia plena de los límites bajo los que se desenvuelve la condición humana. Solo así se avanza en humanidad.
La persona es sujeto, desde luego. Pero, cuidado con situar a la persona como ser individual en el centro de todo. Por eso, Arizmendiarrieta advirtió de los peligros que podría conllevar el encumbramiento del “individuo como templo de todas las atenciones y derechos” (JMA). No hay solidaridad sin disposición a la entrega. Y si falta esa referencia de sentido ético, la formulación barandiaranista del Gizabidea puede quedar en nada, puesto que la mera acción humana, aunque se abra a lo próximo comunitario, también puede ser pervertida.
Este mensaje se alinea con la tradición vasca: a la persona le es necesario asociarse y cooperar con sus semejantes para impulsar el bien común. En los pronunciamientos de Arizmendiarrieta, el Auzolan se significa como Trabajo y Unión. Las nuevas izquierdas pretendían acumular masas tras la conducción de una vanguardia consciente. La comunidad no es una concentración de masas o multitudes sin rostro. Lo común solo se puede hallar en una Unión para la acción que no sofoca la diversidad, sino que busca encauzarla hacia una solidaridad entre personas identificables y libres que produce más fuerza humana que cualquier colectivo uniformizado. El mejor logro del bien común se podría esperar de una “armonización de peculiaridades personales y comunitarias, y no de conjunciones violentas en aras de homogeneizaciones desvitalizadoras” (JMA).
El dilema sistémico. Las nuevas izquierdas vascas de la época (y ETA a partir de la V Asamblea) buscaban en la experiencia de los socialismos reales la referencia sistémica que pudieran presentar como alternativa al capitalismo. Pareciera que la elección estaba bloqueada a esas dos opciones, como únicas vías posibles para organizar una sociedad. Pero, desde una perspectiva centrada en la persona cooperativa, no carecía de sentido preguntarse si era viable organizar, al margen de esa dicotomía, la economía y la sociedad de una manera más justa y con un protagonismo directo de las personas. Ante ambos sistemas, los personal-comunitaristas vascos sí que se plantean la búsqueda de la transformación moral y estructural de la sociedad, pero lo hacen desde la persona libre, que es el auténtico foco del cambio, y a partir del trabajo en solidaridad. Como dice Arizmendiarrieta, el giro es copernicano.
En este punto, mediante la activación de una experiencia real cimentada en el trabajo cooperativo, la comunidad cooperativa vasca desborda la dialéctica sistémica (capitalismo-socialismo) en la que se enmarcaban los discursos dominantes. Es una experiencia que afecta a dimensiones fundamentales de la vida cotidiana, en la que se pueden descubrir potencialidades inesperadas, inconcebibles desde la perspectiva pretendidamente omnisciente de las grandes filosofías sistémicas. Estas buscan interpretar el mundo de forma uniforme, fijan o promueven modelos universales de organización social, habilitan patrones de comportamiento correcto, legitiman medios de acción coherentes con esa visión de carácter global. Son filosofías totales, que han perdido el enraizamiento que alguna vez pudieron tener en alguna comunidad real en particular. En ese marco que adoptan las izquierdas radicales vascas, las personas y su entorno de vida cotidiano pintan poco. Estos movimientos necesitan direcciones verticales (vanguardias) que encaminen a las masas por el camino diseñado por ellas.
El pensamiento de Arizmendiarrieta, según interpreta Azurmendi, se fundamenta en “estructuras abiertas que promocionen al hombre”, exigencia que “ni el capitalismo, ni el socialismo real satisfacen”. El grupo de Arizmendiarrieta delinea así un cooperativismo como camino abierto que, entre el capitalismo individualista y el colectivismo sin alma, se hace sobre la marcha a partir de la activación de la persona humana vinculada a su entorno social. Un camino que sigue abierto y se hace a la marcha. Que no está exento de riesgos, pero menos de los que acarrearía el mantenerse en “el inmovilismo o la especulación por la especulación” (JMA).
El Auzolan es una institución no tutelada donde se persiguen objetivos comunes y concretos, que ha propiciado una complementariedad entre la persona individual, no masificada y el trabajo comunitario. Nuestros antepasados, desde su mente concreta han sido capaces de desarrollar una lógica comunitaria común y eficiente. Este paradigma tradicional se ha desarrollado sobre la práctica concreta y por ello, no cabe plantearse como una alternativa global.
Vemos que, desde diversos sectores, se devalúan los valores y potencialidades del Auzolan por considerarlo algo folclórico, local y limitado, ante pretendidos valores universales. Pero la “racionalidad filosófica” (saber racional) y el “saber experimental” (experiencia práctica) pueden enriquecerse mutuamente. Por principio, no debería prescindirse de ninguna de ellas.
Es más, si comparamos sin prejuicios los valores que sustentan las dos racionalidades universales dominantes (individualismo y colectivismo) con los valores comunitarios del Auzolan, que valora tanto a la persona individual (su particularidad) como al grupo (su universalidad), queda en evidencia la parcialidad de ambos sistemas dominantes a la hora de abordar los problemas sociales.
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«Por eso, Arizmendiarrieta advirtió de los peligros que podría conllevar el encumbramiento del “individuo como templo de todas las atenciones y derechos” (JMA). No hay solidaridad sin disposición a la entrega. Y si falta esa referencia de sentido ético, la formulación barandiaranista del Gizabidea puede quedar en nada, puesto que la mera acción humana, aunque se abra a lo próximo comunitario, también puede ser pervertida.»
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