Joxan Rekondo
La obra práctica de la generación Arizmendiarrieta se sustentó en una concepción que se corresponde con un código moral definitorio de una comunidad particular, un código por tanto no universalizable. Ello no impide que en el fondo de la acción desplegada pudieran reconocerse unos mínimos morales que sí son de significación universal y que también podrían inspirar en otros lugares otro tipo de realizaciones sociales acordes con la dignidad humana. Cuando Arizmendiarrieta señala esos mínimos, se refiere a la libertad, la solidaridad, la persona y la comunidad, “condiciones irrenunciables para cuantos tuvieran conciencia de dignidad” (I).
Su ‘hombre cooperativo’ debía ir más allá de la moralidad mínima para ser expresión auténtica de esa particular concepción que pudiera dar consistencia real al vínculo cooperativo entre la comunidad vasca y sus miembros. Por eso, apeló al potencial que creía arraigado en el genio y la conciencia de los vascos. ‘Espíritu cooperativo, espíritu del pueblo vasco’ es precisamente el significativo título de uno de los epígrafes en los que Azurmendi reseña la conexión del cooperativismo con la antropología vasca (II).
Cuando Arizmendiarrieta alegaba la insobornabilidad del pueblo vasco (III), buscaba instar a la fortaleza de su conciencia comunitaria. Una conciencia que habría de ser un reflejo del espíritu de un pueblo viejo, pero también del desarrollo en las personas de la consciencia de su propia dignidad. Aquí recurría a la mayéutica, buscando que ellas mismas descubrieran y afloraran los valores humanos y sociales que ya estában en sí mismas, para que los consiguieran mantener “vivos y operantes” (IV).
Esta búsqueda no pretendía elevar la conciencia descubierta a un nivel místico o transcendente, sino situarla en la crítica realidad en la que vivían. Es sabido que el espíritu de las personas y de los pueblos no deja de configurarse en medio de una tensión de fuerzas, que operan tanto en la dimensión moral como material. El efecto pernicioso de la falta de conciencia afecta a ambos ámbitos. En el marco de la glosa de una pastoral de índole social dictada por Monseñor Pildain, Arizmendiarrieta subrayaría la idea de que “un pueblo que ha perdido el sentido moral y la conciencia no puede combatir sus males ni aliviarse de los mismos si no es con el abuso de la fuerza, que a su vez degrada y bestializa más al hombre” (V). Evidentemente, se refiere a la pérdida del sentido cristiano, que venía a conllevar la pérdida de la conciencia de la existencia humana, de lo que es la persona y de lo que es capaz de hacer.
Arizmendiarrieta buscaba una y otra vez suscitar la toma de consciencia de lo que las personas libremente podían y debían hacer por sí mismas, ayudadas también por esa moralidad comunitaria que las comprometía a una elevación de miras. No era cosa de esperar a vanguardias revolucionarias, a las que se estimaba en posesión de una conciencia superior, para que pudieran conducir a masas alienadas. La convocatoria era a ejercer la capacidad y responsabilidad propias para poder realizar la transformación social: “en la entraña del estado de conciencia prevalente en la comunidad existe mayor potencial de iniciativa y responsabilidad aprovechable que la que tendemos a reconocer” (VI).
Un potencial de iniciativa y responsabilidad que provenía también de la fuerza que “fluye de la idiosincrasia de nuestro pueblo y se anida en lo más entrañable de sus hombres” (VII). Lo que se necesitaba era dar un cauce natural a ese flujo idiosincrático (que Arizmendiarrieta identificaba con potencial de trabajo, fuerte sentido asociativo, sentido práctico y fecunda riqueza de instituciones comunitarias) al que “hasta ahora, no se ha sabido interpretarlo o, si se quiere, no se ha sabido darle una expresión y materialización definida, traducible en instituciones o entidades concretas alrededor de las cuales galvanizar un esfuerzo, justificar una dedicación” (VIII).
La experiencia que esta generación quería impulsar podría encauzarse a través de un proceso vital, con una gran capacidad renovadora, capaz de anticipar y acelerar una transformación social “en correspondencia a la inspiración de los valores humanos y sociales de la conciencia activa de los hombres y pueblos de nuestra tierra” (IX).
El impulso únicamente podría venir de personas libremente asociadas, capaces de conjugar el Trabajo y la Unión (consigna en la que se ve el sello del Auzolan) en el marco de un nuevo proceso de desarrollo personalista y comunitario (X), y tratando siempre de “aglutinar y no malograr oportunidades” de servicio al bien común. Ante la propensión de algunos sectores a las radicalizaciones, Arizmendiarrieta advertía que amenazaban la viabilidad de las experiencias de cooperación y contravenían a “las cualidades más constantes de nuestro pueblo y a las virtudes humanas y sociales de sus hombres” (XI). Para no repudiar esas cualidades inscritas en la conciencia comunitaria de los vascos era preciso poner al pueblo en marcha para afrontar transformaciones constantes de carácter paulatino, sin riesgo de retroceso, en “proceso de progresiva participación desde la base hacia arriba” (XII).
(I) JMA. Amante de la libertad. TU mayo 1971.
(II) Joxe Azurmendi. Obr. Cit.
(III) JMA. Sin arrogancia ni falsa modestia. TU, enero 1968
(IV) JMA. Memoria 1974. CLP, lib 08. Archivo Arizmendiarrieta, edición digital, 2008.
(v) JMA. Comentario a la Pastoral de Monseñor Pildain. SS, lib 03. Archivo Arizmendiarrieta, edición digital, 2008.
(VI) JMA. Contraste efectivo. TU, diciembre 1970.
(VII) JMA. Valor convertible en fuerza. TU-octubre 1973.
(VIII) JMA. Orientación general del desarrollo de Caja Laboral. 1965. CLP, lib. 08. Archivo Arizmendiarrieta, edición digital, 2008.
(IX) JMA. Memoria 1972. CLP, lib 08. Archivo Arizmendiarrieta, edición digital, 2008.
(X) JMA. Memoria 1970. CLP, lib. 08. Archivo Arizmendiarrieta, edición digital, 2008.
(XI) JMA. Memoria 1971. CLP, Lib.08. Archivo Arizmendiarrieta, edición digital, 2008.
(XII) JMA. Contraste efectivo. TU, dic 1970.