Joxan Rekondo
LA CASA, REFUGIO Y RESPONSABILIDAD. No podemos esperar que todos los valores aludidos en los artículos anteriores nos vayan a ser irrigados desde el arriba global. Por el contrario, “es posible comenzar desde abajo, desde cada uno de nosotros, a luchar por lo más concreto y local, hasta el último rincón de la patria y del mundo”, dice el Papa Francisco en su encíclica Fratelli Tutti. Quien quiera comenzar desde abajo, está obligado a pensar desde abajo, desde las dimensiones de espacio y tiempo locales y concretos que comparte con las personas reales con las que convive y trabaja y con las que coopera para buscar la resolución de la mayoría de sus necesidades (materiales e inmateriales). En el FT, Francisco apuesta por que sean los valores de vecindario que se pueden promover a partir de las relaciones de cercanía los que deberían proyectarse hacia arriba, influyendo positivamente en las relaciones entre países y regiones del globo.
Es una perspectiva que no se abstrae de la dimensión también mundial que plantean los graves problemas que vivimos, ni se encierra un coto particular. “Hay que mirar lo global, que nos rescata de la mezquindad casera… [pero lo local] tiene algo que lo global no posee: ser levadura, enriquecer, poner en marcha mecanismos de subsidiaridad” (FT). En uno de los párrafos más sugestivos de este documento, Francisco expresa el ‘sabor local’ apelando a la casa, la comunidad natural por excelencia. En referencia al título de este apartado, digamos que la resiliencia de las agrupaciones humanas se vuelve imposible si se dislocan las comunidades naturales.
La emergencia que estamos viviendo le da la razón. La casa primero, y el perímetro de la vecindad después, se han convertido en el último refugio en el que hemos resistido a la agresión del virus. La pandemia nos ha demostrado el valor de lo comunitario, del ecosistema social que tiene a las personas en el centro. Al inicio de la crisis, porque se ha mostrado bastante fuerte. Después, al irse erosionando, porque lo echamos en falta. La casa es refugio y responsabilidad. Es el ámbito primordial en que enraíza nuestra condición de pertenencia, pero que no está exento de contradicciones a conciliar de uno u otro modo. La intensificación del contacto familiar ha ocasionado roces y conflictos, pero a la vez ha posibilitado relaciones más estrechas e intensas. Como en la crisis económica de 2008, las familias siguen siendo el sustento y referente principal de los individuos y la pandemia ofrece oportunidades para fortalecer esos vínculos.
Después de todo este recorrido tras el rastro de la vecindad, retornamos al origen: la casa. Aquí se perfilan los fundamentos de toda comunidad: “En el hogar se aprende a convivir, compartir espacios y realizar tareas comunes con el resto de miembros. Se adquieren las habilidades necesarias para valerse por sí mismo: ordenar espacios, juguetes y ropas, aprender a cocinar, lavar, planchar, compartir tareas domésticas, sin distinción de sexos, cada uno según sus posibilidades, pero sin necesidad de «servidores». Las responsabilidades se adaptan a la edad, pero nadie se libra de ellas. Las tradicionales lacras sociales y sus soluciones: sexismo, clasismo y abuso ambiental, tienen su origen en un erróneo planteamiento de la educación familiar” (Javier Retegi). En esa casa familiar que describe Retegi, se convive, se trabaja y se interiorizan valores. Reminiscencias actuales de aquel ‘basarri’ tradicional que Barandiaran caracterizó por sus funciones como ‘albergue, taller y templo’. “Su bako etxea, gorputz odol bagea”, dice nuestro viejo refrán. Sin esa vitalidad de los hogares, podríamos añadir ahora, es inconcebible una vecindad vigorosa.
DOMINIO DEL TIEMPO HISTÓRICO. Los cuidados (o la reciprocidad) que deben operar en una comunidad que aspira a sobrevivir en el tiempo, deben incorporar la sostenibilidad en su marco de pensamiento y acción. La sujeción excesiva a lo inmediato esteriliza la profundidad temporal del pensamiento y la acción. Y, un pueblo como el nuestro debe ganarla preparándose para afrontar todo tipo de desafíos, más allá de los requerimientos que nos exige cada coyuntura histórica. Necesitamos volver a adherirnos a una secuencia de transmisión intergeneracional. Otorgar crédito a los ‘malos pronósticos’ no significa perder la esperanza en la acción ante el futuro. Decía Havel que «la esperanza no es lo mismo que el optimismo. No es la convicción de que algo saldrá bien, sino la certeza de que algo tiene sentido, independientemente de cómo resulte«.
El sentido es nuestra clara determinación en entregar a nuestros sucesores el medio social y natural en un mejor estado del que lo recibimos. Para ello, nuestras apuestas económicas, energéticas y sociales deberán tener mucho cuidado en no poner en grave riesgo los intereses de los otros, de los contemporáneos que no están en ellas o de los que todavía no han llegado a nacer. En primer lugar, porque todo proceso de cambio que conlleve el relegamiento de sectores sociales suele acabar con la fractura de la comunidad. En segundo lugar, porque “toda política [que hagamos o dejemos de hacer hoy] es responsable de la posibilidad de una política futura” (H. Jonas).
Pero, nos falta un dominio de la dimensión temporal. No sería muy aventurado afirmar que la pérdida del enfoque de ‘larga duración’ en el estudio del pasado puede estar íntimamente relacionada con la falta de interés en el pensamiento a futuro. No obstante, la amenaza del ‘cambio climático’ sobre nosotros puede cambiar esta indiferencia que mostramos ante el discurrir del tiempo. No podremos eludir pensar y actuar con la referencia de lo que está por venir.
Ante nosotros, se abre una era en la que se activarán procesos sociales transformadores. Serán procesos de todo tipo, que afectarán a nuestra manera de expresar y realizar la cultura en sus diferentes manifestaciones, a las formas de relación social que adoptamos en nuestra vida en común, a las actividades económicas y productivas que desarrollamos y a los modos como organizamos la política. El avance vertiginoso de la ciencia y la técnica los condicionará en gran medida. Pero, estos recursos por sí mismos son incapaces de resolver las necesidades y vulnerabilidades humanas en toda su profundidad.
Frente a los nuevos procesos, son imprescindibles el espíritu y la acción propiamente humanos, aunque muchas veces vayan a remolque de los avances de la tecnología. Espíritu y acción que difícilmente podrán desplegarse con eficacia si no están culturalmente contextualizados en un escenario local y un desarrollo histórico. El alejamiento de los procesos de pensamiento y decisión hacia centros desconocidos, el desapego radical respecto de las formas de relación tradicional, la pérdida del trato personal, el predominio del ‘carpe diem’ y lo efímero, conduce al desarraigo y volatiliza las estructuras espaciales y temporales en las que se socializa la confianza.
Nuestra intuición es que una dinámica social arrancada de su traza histórica está mutilada de alternativas, obligada a especular y buscar soluciones desde cero. Esto, sin embargo, es fuente de inseguridades. Hoy se habla de un ser humano a la intemperie, a la búsqueda de la protección de una comunidad que pueda sostenerse ante un presente y futuro amenazados.
El relato de la cultura tradicional vasca, por su parte, nos ofrece una idea de comunidad que se desarrolla a partir de la seguridad que, en la búsqueda del bien común, ofrece a sus integrantes la pertenencia compartida. Bajo este paradigma, se compatibiliza la inviolabilidad de la persona y su grupo domestico con el cumplimiento recíproco de responsabilidades solidarias que los comuneros adquieren individual y colectivamente, a la vez que se obligan unilateralmente con el bien común de las generaciones futuras.
En relación con el pueblo vasco, no nos vendía mal rememorar los valores de nuestro humanismo tradicional, en el que las obligaciones morales con el futuro se formulaban de manera muy semejante a la que utiliza el antes citado Jonas. Es decir, deberíamos poner todos nuestros esfuerzos hoy en salvaguardar para nuestros sucesores el medio social y natural en un mejor estado del que lo recibimos, “de tal modo que las condiciones para su existencia futura permanezcan intactas”. “Hats emaiogun hortan iraun dezan”, en palabras de Orixe.