Borja Irizar Acillona
Hay un lugar indefinible, intangible e intocable, que no podemos crear ni sostener solos y apenas con dificultad, soñar. Un lugar, que es sólo fruto de una construcción colectiva, de los sueños de hombres y mujeres, fruto del común denominador de sus esperanzas y sus ansiedades. El lugar donde creemos que seremos mejores, y con nosotros quienes nos rodean. A menudo el lugar no es otro que una nueva forma de construcción política que dé respuesta a la permanente insatisfacción humana de esperar algo mejor.
Ansiados por el preciado bien imaginado y empujados por lo asertivo de unos cuantos, que como nosotros creen, debe tener la forma que imaginamos, tendemos, en su construcción sustancial a delimitarlo, darle fronteras embadurnando líneas en mapas, citar orgullosos sus límites, sus ricos valles y sus anchos ríos. Izar sus banderas al son de imposibles acordes de un himno ancestral, y llenarlo de idílicas futuras leyes hundidas en las raíces de nuestro hecho social vasco.
Sólo así es posible que el imaginario vasco esté lleno de realidades políticas contrapuestas. De ansias de recuperar un reino, o crear una república de uno u otro nombre, o incluso diluirse para siempre en la españolidad. Convencidos todos, de que el traje que nos han creado es el perfecto representante de nuestra naturaleza, cuando es probado que sólo sería un disfraz.
Esto ocurre porque se ha creado el producto antes del sueño colectivo de necesitarlo y como tal producto, se ha ofrecido a la sociedad. Pero antes de presentar el producto, antes de que las banderas ondeen, los acordes resuenen y los latidos vibren al son de exhaustas gargantas. Antes de todo eso, el sueño colectivo debe ser un bien ansiado intangible, sin puntos de partida definidos. Un proyecto posible, formado desde las esperanzas colectivas de quien quiere compartir su sueño individual, en una realidad política compartida.
Cada individuo ha de saber, que el resultado de aquello que compartamos no será perfecto y no será exactamente lo que ha soñado, ni lo que ansía, ni donde caben todas sus esperanzas, sino trazos irregulares de lo mejor que cada ideal, de cada individuo, pueda aportar.
Pero todos sabremos, que el resultado no es de nadie pero es de todos. No tiene dueño, ni llena al completo ningún corazón, ni ningún ego. No es perfecto, pero es nuestro. Es como nuestros hijos, no son sólo nuestros, hemos compartido su creación con quien amamos.
Los vascos hemos dedicado incontables esfuerzos, dramas y pérdidas humanas irreparables, a concretar durante siglos las formas de gobierno que nos permitan subsistir entre realidades políticas ajenas. A cada golpe, no hemos hecho sino reinventarnos para poder darle forma política a nuestra singularidad. Todo dentro de una interminable carrera por encontrar un sillón, en el gran salón de las ambiciones ajenas.
En esa tan necesaria y vital actividad aún no hemos reparado en darle forma a nuestro hecho sustancial. A ese sueño colectivo que no tiene nombre ni forma. Ni dueño, ni creador. Que nace del convencimiento colectivo, de que necesitamos un estatus legal que sea nuestro, una realidad existencial, en la que recibimos a nuestros invitados por la puerta de nuestra propia casa, y no a través de las de los demás.
Un hecho sustancial que supere a las entidades políticas actuales, que será necesario explicar, porque no es el fin de nadie, ni de nada, sino el principio de todo. El capítulo final de la eterna obra de la historia del pueblo vasco. Un final que termina en el infinito abrazo entre quienes saben estar creando algo de todos y mejor. Un hecho sustancial donde caben los gipuzcoanos, los navarros, los encartados, los durangueses, los riberos, los de la llanada y la montaña, los de la ciudad y los de la aldea, los que sienten algo, y los que no sienten nada, con quienes lo siente todo y con quienes quieran unirse a nosotros.
Porque ese hecho sustancial a definir, no es el fin de nadie, sino la pervivencia de todos. Para todos, en un pacto donde el anciano pueblo de los vascos se vuelve a encontrar en su hecho social moderno.
Entiendo los miedos y las reticencias. Los tenemos, porque los proyectos vienen dados, queriendo ser creada una nación para una sociedad y no un Estado para una nación social.
Queriendo situar el producto en la cúspide de la pìramide social, en forma de un ídolo que nos otorga una material y escuálida existencia, en vez de trabajar la convicción colectiva, de que podemos crear lo que queramos, si esa creación, es una ansiedad y un sueño colectivo que nunca jamás vamos a ceder. Da igual que sujeto político actual mencionemos, hoy por hoy todos caben en este párrafo.
La política es un gran bazar de productos ya conocidos. Algunos caducos y reinventados una y mil veces. Debemos hacer una parada y dar un paso atrás. Empezar un cuaderno en blanco, donde reunimos las querencias de aquello que queremos crear. Que no parte de nada ni va hacia otro lugar que la determinación colectiva. Sólo así construimos, desde la ausencia de temor al acuerdo, una forma política válida. Lo hacemos desde Garazi a Isaba, de Cascante a Oyón, y de Zalla a Garralda.
Algo sin dueño, sin condiciones, de nadie y de todos. Y de ese acuerdo y de la obstinación de darle forma, en estos tiempos de zozobra, de deudas públicas, de pandemias e incertidumbre un gran lugar para vivir. Un lugar que aún no hemos creado, y que podría, sólo podría, quizá, ser llamado Vasconia.