Gabriel Otalora
El ejemplo es de esas cosas que todo el mundo agradece y desea, siendo menos gente la que lo practica a pesar de que no existe manera más inteligente de influir en otras personas que siendo ejemplar. Las palabras son bonitas y evocadoras, convencen; pero el ejemplo es capaz de movilizar a la gente.
No es suficiente plantear inteligentes teorías sin descartar el riesgo añadido de un rechazo a esas buenas ideas por el efecto perverso que produce la falta de credibilidad. Las palabras son verdaderamente influyentes cuando están avaladas por la coherencia;y todos somos capaces de percibir al vuelo su falta. Y si el ejemplo es negativo, transmitiremos mensajes terriblemente influyentes, pero en este caso para mal.
Por otra parte, el ejemplo es el mejor método de enseñanza siempre y cuando se transmite con el convencimiento que todos podemos percibir gracias a que las personas somos capaces de vislumbrar las verdaderas actitudes de fondo que guían nuestras conductas. Cuando vemos que alguien -madre, amigo, jefe- mantiene la coherencia entre lo que piensa, lo que dice y lo que hace, solemos ser más receptivos a sus mensajes sin necesidad de lucir una ejemplaridad al cien por cien. Basta con ser suficientemente congruente para ser creíble.
No es negociable que el ejemplo comience de abajo hacia arriba porque el contagio parte de los máximos responsables hacia todo el resto de la empresa o la familia. En este caso, el chorro fundamental de la influencia va de los padres a los hijos. Los ojos y oídos de nuestros chavales, igual que los de nuestros compañeros de trabajo, están fijos en nosotros. Todos ellos recordarán nuestra conducta más que nuestras palabras: lo que los padres hacen con moderación, los hijos lo harán con exageración. Ya nos puso sobre aviso la Madre Teresa de Calcuta: no te preocupes porque tus hijos no te escuchan, te observan todo el día. Haciendo una paráfrasis aplicable al ámbito de la empresa, podríamos decir: no te preocupes porque tu equipo y compañeros no te escuchen, ellos te observan todo el tiempo. Todos llevamos dentro de nosotros un maestro y un aprendiz que por la mera observación de la congruencia activa la actitud de la escucha y el aprendizaje.
A través de la observación de la conducta nos influenciamos y contagiamos mutuamente más de lo que parece a primera vista, para bien y para mal. Hasta el pequeño contratiempo que nos altera por demás, si vemos a otras personas actuando con tranquilidad en una circunstancia similar, resulta más fácil contagiarse hasta comportarnos de igual modo si la conducta observada nos ha convencido.
No hay nada más lejos de un buen ejemplo que tratar de influir pensando solo en el interés de cada uno. Y cuando la falta de ejemplo se estira demasiado, aparece una de sus peores manifestaciones: la hipocresía que, a falta de autoridad, es un arma defensiva para no aplicar lo que se predica a base de maquillar nuestro comportamiento, ocultar nuestros verdaderos sentimientos o amordazar nuestra espontaneidad. Pero se nota y, lo que es peor, cala como agua fina erosionando la convivencia. No deja de ser una sutil manera de mentir que alguien pontifique grandes directrices y normas que después no respeta ni cumple proyectando en los demás su falsedad. Y si a pesar de la incongruencia llegan los resultados en la empresa, qué no hubiese sido con la influencia del ejemplo positivo. Lo cierto es que esta actitud hipócrita debe estar tan extendida que Molière la elevó a un arquetipo universal de conducta en su famoso libreto El tartufo -es decir, el hipócrita- que tantas trabas encontró para representar pues no fueron pocos quienes se sintieron retratados en su argumento.
Parece de manual que ningún grupo humano, ya sea un equipo empresarial o de otra índole, se ilusiona y está dispuesto a dar lo mejor de sí mismo en un clima poco ejemplar. Por eso me sorprende la existencia de líderes políticos que, incoherentes y mentirosos a más no poder, cuentan con seguidores entusiastas, aunque las urnas castiguen después a los casos más sangrantes. Lo digo porque si alguien es creíble de verdad, automáticamente se activa la confianza. Al menos esa persona se habrá ganado el derecho a ser escuchada. Que esto es el meollo para influir y no otra cosa.