Gabriel Otalora
La publicación del libro Fahrenheit 451 (por aquello de que es la temperatura a la que el papel de los libros se inflama y arde), supuso un acontecimiento editorial por su argumento, que predecía el futuro cuando en realidad lo que pretendía su autor, Ray Bradbury, era tratar de impedirlo. Un futuro que la novela profetiza con una tecnología que nos abocaría a un deterioro de la sociedad en cuyo seno la reflexión y la lectura apenas iban a tener cabida, sustituidas por una vida acelerada y superficial.
Lo cierto es que Bradbury fue un tecnofóbo que temía la posibilidad de que el ser humano llegue a estar tan mecanizado como para perder el interés por conocer algo más allá de la tecnología que le rodea. Trató de advertirnos sobre el peligro de que un exceso de tecnología termine por deshumanizarnos. Al final, acabó permitiendo que este texto se publicase en formato digital. Al menos, acertó en que estar más conectado no significa una calidad mejor de comunicación que en el pasado. La superficialidad del “hola qtl”, “saldu2”, etc., o de una línea en Facebook no se pueden equiparar a la mirada cómplice y la sonrisa abierta cuando se comparte un café desde la escucha activa, algo cada vez más difícil al estar arrinconado por las prisas y la comunicación fugaz y superficial.
Montag, el personaje que reflexiona y evoluciona, se da cuenta de que entre su mujer y él no hay comunicación porque la tecnología se entromete y logra escapar de quienes queman libros con el objetivo de desterrar el espíritu crítico. En su huida descubre en el bosque a otras personas que, como él, habían escapado de una colectividad que les impedía pensar con criterio propio. Bradbury no podía imaginarse mejor las consecuencias de una sociedad atosigada por la ebullición consumista que nos dificulta enormemente salir de su círculo vicioso.
Detrás del odio a la letra impresa en la novela, se esconde un proyecto de ejercer el control en las vidas de los ciudadanos. La misión de los bomberos pirómanos es evitar que haya individuos que destaquen intelectualmente para lograr una igualdad de saberes, uniformando a la baja la capacidad crítica y de pensamiento. Hoy recordamos la profecía de Fahrenheit 451 cuando sentimos que se fomenta un espíritu acrítico colectivo que digiera mansamente las injusticias estructurales cuyas consecuencias nos afectan cada vez más cerca.
Entre nosotros, no parece que tenga sentido la quema de libros, entre otras cosas porque la sobreabundancia de información nos colapsa con un sencillo clic. Pero mucho antes de que se escribiera esta obra visionaria, la historia nos recuerda una práctica universal con el objetivo de cercenar el saber de otros en beneficio del poder propio. Ejemplos bien significativos fueron la quema de la biblioteca de Alejandría por el emperador Diocleciano;Savonarola se hizo tristemente famoso por sus “hogueras de las vanidades” mientras los nazis quemaron los libros de autores judíos y de quienes disentían de su régimen aunque Goebbels lo presentaba como un elemento purificador de la nación alemana. Bastante más cerca, los falangistas (el partido fascista de España) participaron activamente en la destrucción de libros por motivos parecidos. Se quemaron libros de autores contrarios al nazismo y al fascismo, liberales, nacionalistas, marxistas y comunistas;de pensadores como Voltaire, Rousseau, Kant, Goethe, Ibsen o Azorín. Para demostrar que se era un buen español, había que ir a ver cómo quemaban los libros, en tanto que la censura franquista hizo cosas ridículas, como a Caperucita Roja llamarla Caperucita Azul.
Fahrenheit 451 es considerada una novela distópica pero lo cierto es que al final de la narración son los “hombres libro” los que sobreviven como un símbolo claro del triunfo del saber sobre la verdadera ignorancia. La pena es que demasiada gente sigue sin leer con fundamento y eso se nota en el espíritu acrítico actual, aunque sofisticado tecnológicamente.