Azala / Portada » El mono de Unamuno

Josu de Letona

Hace tiempo que me ronda la sospecha de que Jon Juaristi, embebido en su misión histórica (pues no olvidemos que tras la escritura de su libro «El bucle melancólico» casi se autotituló como padre de la «generación del bucle»), quiere revestirse de las galas de alguna gran personalidad de gama literario-política con la cual dejar una huella permanente en el paisaje cultural. ¿Cuál podía ser el modelo en el cual Juaristi pudiera verse reflejado para cumplir ese designio?

A mi casi no me cabe la duda que no podía ser otro que el gran Miguel de Unamuno, poeta, novelista, ensayista, bilbaíno, renegado del vasquismo, en fin, una personalidad que en muchos ámbitos cumple con una serie de aparentes analogías con el propio Juaristi. Pasemos a continuación a establecer las condiciones de posibilidad de esta comparación.

La trayectoria política de Unamuno recorre varias etapas: vasquista protonacionalista, que llegó a escribir artículos en euskara, liberal, luego socialista, finalmente se convirtió en una referencia en sí misma. Recordemos su actuación en contra de Primo de Rivera, estableciendo por primera vez en la historia de España y, también, casi por última, la talla de un intelectual cívico, cuyos pronunciamientos iban más allá de su papel de escritor. A pesar de sus vaivenes, y de que muchas veces se contradijo a conciencia, queda también el testimonio de su valor frente al jefe de la legión Millán Astray en el paranínfo de la Universidad de Salamanca, en la defensa de valores puramente humanos frente a la barbarie fascisto-militar.

En el ámbito filosófico Unamuno fue un adelantado del existencialismo que luego, fuera de España, tuvo tanto predicamento y un pensador con brillo propio. Jorge Luis Borges, muy alejado de su ideología, reconoció su vigor incomparable de ensayista, la capacidad de dotar dramatismo a las ideas y de darles una forma literaria, como, por ejemplo su gran libro El Sentimiento Trágico de la Vida. La revisión de la filosofía occidental desde la perspectiva del perecedero yo humano y sus ansias de inmortalidad conforma uno de los grandes hitos de pensamiento del siglo XX. Y su vindicación del cristianismo, en La Agonía del Cristianismo, lo pone en la misma liga que otros escritores religiosos, como el Francois Mauriac de los Pequeños Ensayos y el Chesterton de Ortodoxia.

En España, no podía ser de otra manera, se prefiere a un filósofo estimable pero mucho menor, como es Ortega y Gasset. El sentimiento de la importancia de lo religioso, como alguna vez llegó a apuntar el muy unamuniano Jorge Oteiza, su apuesta por la vibración existencial como termómetro del espíritu, es quizá el rasgo que más le une al estilo vasco que, en otros ámbitos, el filósofo bilbaino desdeñó.

¿Qué paralelismo puede existir entre esta trayectoria y la del también bilbaino, poeta y ensayista Jon Juaristi? En esta entrevista lo podemos contemplar en todo su epatante esplendor.

Es aquí prolijo en paradojas: frente a la perspectiva de que los vascos son lo más antiguo de Occidente, Juaristi persiste en su idea de que lo vasco es algo creado en el siglo XVI. Ahora nos dice que lo antiguo, casi antiquísimo, es España. Como prueba de ello aporta el dato del uso histórico del topónimo de Hispania que en su acepción original de inexorable banalidad significaba, como todos sabemos, Tierra de los Conejos. Son momentos en los que, entendemos, este hombre deja la piel en mantener el estatus de articulista del ABC.

Poco proclive a falaces humildades, Juaristi se apresta a presentarnos el paralelismo entre su persona y la de Unamuno:

“Bilbao propicia biografías palinódicas, llenas de retractaciones y rectificaciones. A Unamuno le pasó eso, sí, y tenemos una plantilla biográfica con ciertas similitudes y paralelismos. De eso hablaba en la introducción a la biografía que escribí. ¡Yo también tuve que salir a estudiar fuera como él! Porque me echaron. No había traspasado la peña de Orduña, en ese tren que parece que nunca va a llegar a su destino, y ya me sentía mal, con nostalgia anticipatoria y ganas de cantar zortzikos de Iparraguirre”.

Dejemos la estampa de un Juaristi improbable afinando su voz para prorrumpir en canciones vascas, y pasemos a ver que es lo que realmente le interesa de Unamuno. No, precisamente, el aspecto existencial: “No me interesa su angustia existencial, ni sus conflictos entre fe y razón, que tanto gustan a los curas. A mí eso me deja frío”. El Unamuno esencial, el que ya tempranamente se rebeló frente a la inanidad de una España en la que la derecha y la izquierda se movían por efluvios inquisitoriales precisamente por esa falta de profundidad espiritual, que el encontró en los países nórdicos y concretamente en Kierkegaad, el Unamuno de sus mejores ensayos y poesías, le deja frío.

Lo que le interesa es su concepto de “intrahistoria” que Juaristi formula como si Unamuno fuera un Sabino Arana transplantado a Salamanca y que el rechaza con indisimulado desdén:

“Unamuno, en sus trece, que ni hablar, que en España hay una cepa, un bloque de granito berroqueño apenas arañado por las invasiones, una permanencia que se da a partir de la raza originaria, en el pueblo”.

Los desvelos de Juaristi por la figura de Unamuno se revelan, así, como proyección de su propia personalidad, queriendo hacer lugar a su busto en la vitrina de los grandes hombres de letras. En lo concreto-real es difícil establecer una analogía entre ambos. Juaristi es uno más en la amplia manada de intelectuales revolucionarios que dieron un salto a los medios de comunicación oficiales sin que eso le costara nada, sino al contrario, le diera prebendas acolchadas como la dirección del Instituto Cervantes o de la Biblioteca Nacional. Tan cachazuda carrera no da pie a similitudes con un Unamuno, destituido en 1914 de rector de la Universidad de Salamanca por el ministro de Instrucción Pública, condenado a dieciséis años de prisión por injurias al rey, destituido nuevamente como rector por Primo de Rivera, desterrado a Fuerteventura, autoexiliado a París, rebelado a pecho descubierto contra la barbarie franquista en Salamanca…

Sin embargo, Juaristi ha querido ensamblar su figura con alguien tan disímil como Unamuno. Podemos hablar de una relación de inversión de personalidades. Recordemos que, en cierta teología, el diablo es el mono de Dios, (Tertuliano, “Diabolus est Dei Simia”) con lo que se quiere decir que es un grotesco imitador de Dios. En este caso, Juaristi, más modestamente, es el mono de Unamuno. Dejémosle ahí.

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5 comentarios en «El mono de Unamuno»

  1. JELen agur

    Mucho que se conteste a ese personaje, de oscura ideología adornada con facilidad estética de lenguaje, es poco para lo que merece.

    Delicioso artículo.
    Muchas gracias

  2. Seguro, si, Popotxin, que están horririzados. Figúrate que consecuencias tuvo la enseñanza vasca en tu propia ortografía. Tendrás que emigrar a la universidad Menendez y Pelayo.

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