Joxan Rekondo
El fallo definitivo del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que ha derogado la ‘doctrina Parot’ ha agitado el ambiente político, aunque por motivos contrapuestos, tanto en Euskadi como en España. Se han vivido episodios de euforia y hostilidad protagonizados por los sectores extremos de aquí y allá, aunque con mayor eco público de los últimos. Entre la liberación de los presos y el crimen sin castigo, un denominador común: la deslegitimación europea de la administración judicial española. En lo que unos interpretan como un triunfo que apuntaría a la consecución del ‘presoak etxera’, otros ven un acto de agresión externa que anula las expectativas de justicia de las víctimas de crímenes abominables. No es, sin embargo, ni una cosa ni la otra.
Lo que inhabilita la sentencia de la Gran Sala del Tribunal Europea de Estrasburgo es la ‘doctrina Parot’, que considera sustentada en una situación de vacío de ley. La resolución no dicta que las condenas prolongadas (perpetua o permanente) sean contrarias a la Convención Europea de Derechos Humanos, sino que no puede haber castigo sin ley. Lo que implica que el alcance de la pena ha de estar determinado por la ley o la interpretación (judicial) de la ley vigente en el momento en el que se dicta el castigo, sin que puedan serle aplicadas leyes o doctrinas establecidas con posterioridad que lo endurezcan.
Cuando el TEDH ha querido extinguir una situación de ‘pena sin ley’, los que hacen e interpretan las leyes deberían reconocer que son ellos mismos los auténticos responsables de las insuficiencias de la legislación penal, sobre las que justificaron la adopción de la ‘doctrina Parot’. La actuación del tribunal europeo, por lo tanto, no puede tildarse ni de agresión ni de entrometimiento. Lo que el fallo ha puesto de manifiesto es, por el contrario, una incapacidad del estado de derecho español de ajustar sus actuaciones al debido proceso de la ley.
A nadie ha sorprendido una sentencia que ya era esperada, desde que en julio de 2012 una cámara del TEDH compuesta por siete jueces resolviera que el Estado español estaba quebrantando la Convención europea. A pesar de ser esperada, durante los últimos días se estaba incubando una gran dramatización. En medio de una intensa agitación –sobre todo mediática-, la Audiencia Nacional ha acatado la resolución judicial europea. Al parecer, la gestión de la misma se librará caso por caso. No cabe duda que esta dosificación acrecentará el discurso del ‘derrotismo nacional’ y perjudicará la flexibilización de otros aspectos de la política penitenciaria. Es la secuela de una interpretación retorcida de la derrota de ETA, entendida como sometimiento moral de las personas que formaban parte de ella. Por ello, no sería extraño que el gobierno de Rajoy se mantuviera en una política dura, asediado por unas asociaciones de víctimas, azuzadas por los medios y enrabietadas.
Por otra parte, el monolitismo del colectivo de presos de ETA, que prohíbe salidas individuales en clave de autocrítica del pasado y que sigue reivindicando el modelo de militancia (‘ejemplo de resistencia’) que han desempeñado sus miembros, está muy lejos de ayudar para que pueda desplegarse una política penitenciaria resocializadora. A eso se añade que el posicionamiento del EPPK dice mirar “no sólo a su situación, sino también al proceso… fortaleciendo el apuesta política de la izquierda abertzale y llevando al enemigo al fracaso”. Es decir, que humanizar la situación de las cárceles sólo vale si con ello gana también el MLNV y pierden sus contrarios. De ahí, su rechazo frontal a que sean las instituciones en manos del PNV (Gobierno Vasco) las que gestionen el cambio de la política carcelaria.
En suma, este colectivo sólo entiende la demanda de una política penitenciaria más justa como una mera prolongación estratégica de la apuesta de la izquierda abertzale, en la que al gobierno de Madrid sólo se le ofrece la derrota política. El EPPK únicamente asume los ‘daños y el sufrimiento causados por el conflicto’, en fórmula que Martxelo Otamendi calificaba de ‘polisémica’ (es decir, que cada cual entiende a su gusto), y evita asumir sus propias responsabilidades en el origen de daños y sufrimientos injustificables. Y, además, mantiene con ley de hierro el aislamiento de todo aquel recluso que quiera buscar libremente una salida personal.
De todo esto, el derrotismo y la dureza discursiva de los colectivos de víctimas, el inmovilismo sectario de la organización carcelaria del MLNV, no puede sobrevenir la humanización de la situación en las prisiones españolas y el efecto tranquilizante que aportaría a la convivencia vasca.
Las posiciones, aunque son intercambiables, se sitúan en extremos antagónicos. Justicia excepcional contra justicia transicional. Una idea de justicia que actúa sin piedad por el interés de vencer la guerra contra el terror y sus consecuencias frente a una justicia que somete, por la razón de respaldar un arreglo político, la exigencia de reparar a las víctimas a la dispensa de responsabilidades de los perpetradores de crímenes.
En este crítico marco, la paz vasca debe hacer frente a la demanda social que le reclama hacer sitio a una convivencia que, sin avasallar la dignidad de las personas, responda a los mínimos éticos de verdad, de justicia (entendida como identificación y censura de los responsables de todos los actos de violencia, sea de índole paraestatal como antiestatal) y de reparación de las víctimas.
Y el pnv sigue situado en el cauce central, entre ambos bandos…..
Tu lo has dicho.
Lo mejor es que no sabemos que bandos son esos…..
Según el artículo, los que defienden un tipo de justicia ad hoc están en los bandos extremos. Los de la justicia de excepción (leña al mono) a un lado y los de la justicia de transición (todos los presos a la calle) a otro.
En medio, los que queremos una justicia a secas.