Imanol Lizarralde
La violencia divina. Esta definición, sacada de Walter Benjamín, es utilizada por Zizek para nombrar el concepto de “violencia revolucionaria”. Gray opone la concepción de la violencia del pensador esloveno a la visión clásica tanto de Marx como de Lenin. Por ejemplo, en lo que se refiere al primero:
“La celebración de la violencia constituye uno de los rasgos más prominentes de Zizek. Considera que es un error en Marx pensar que la violencia puede justificarse como parte del conflicto entre las clases sociales objetivamente definidas. La guerra de clases no debe ser entendida como “un conflicto entre particulares agentes dentro de la realidad social: no es una diferencia entre agentes (que pueden ser descritas mediante un detallado análisis social), sino un antagonismo (‘lucha’), que constituye a estos agentes” (…)
Depender del “análisis objetivo social” para la orientación en las situaciones revolucionarias es un error: “en algún momento, el proceso tiene que ser cortado con una intervención masiva y brutal de la subjetividad: la pertenencia de clase nunca es un hecho social puramente objetivo, sino también siempre es el resultado de la lucha y compromiso social.”
Es lamentable que Gray prescinda del contexto histórico de ambas posturas pues es esencial para valorar las diferencias. Para un marxista, como cita el propio Zizek, “toda historia es historia del presente”. Marx vivía una etapa en la que la violencia era parte ineludible del proceso revolucionario. Desde el mundo desarrollado y contemporáneo en el que Zizek habla, la violencia ya no es contemplada como un factor imprescindible. Por eso dice, refiriéndose al terror jacobino y a su continuación en la revolución cultural maoísta: “Algo, algún tipo de corte histórico, efectivamente tuvo lugar en 1990: todo el mundo, incluyendo la “izquierda radical”, está de alguna manera avergonzada del legado jacobino de terror revolucionario”.
Zizek nos está diciendo que el “antagonismo” no es simplemente una línea que recorre el entramado social entre clases oponentes sino que divide la conciencia del sujeto individual humano y es transversal a la propia organización revolucionaria. El llamado “análisis objetivo social”, la división de la sociedad entre amigos y enemigos, constituiría una mera proyección externa del mecanismo de la contradicción. La “intervención masiva y brutal de la subjetividad” es una forma no controlada de desvelamiento de los antagonismos, que tiene valor per se. Zizek convierte su reivindicación del terror jacobino y de todo terror revolucionario en 1) la defensa de una cuestión de principio en lo relativo a la relación entre política y valores, y política y violencia; 2) la defensa de la trayectoria histórica de la izquierda radical en su uso de la violencia.
La cuestión de principio que defiende Zizek es que el terror y la virtud son dos realidades indisolublemente unidas. Frente a la interpretación “liberal” de historiadores como Francois Furet que, refiriéndose a la revolución francesa, establecen una separación entre 1789, fecha de la Declaración de los Derechos Humanos, y 1793, fecha de la instauración del Terror, Zizek proclama que “los radicales están, por el contrario, poseídos por lo que Alain Badiou llama “la pasión de lo Real”: Si dices A – igualdad, derechos humanos y las libertades – no debe eludir sus consecuencias y reunir el coraje para decir B – el terror necesario para realmente defender y hacer valer el A”. Y cita a Robespierre en este sentido:
“Si el recurso del gobierno popular en tiempos de paz es la virtud, en medio de la revolución es al mismo tiempo virtud y terror: virtud, sin el que el terror es fatal; terror, sin el que la virtud es impotente. Terror no es más que una justicia pronta, severa, inflexible; por lo tanto, es una emanación de la virtud. Es tanto un principio especial como una consecuencia del principio general de la democracia aplicado a necesidades más urgentes de nuestro país”.
Para Zizek la revolución no es un momento excepcional, como para Robespierre, sino que constituye una realidad permanente, fundada en la situación permanentemente contradictoria de la sociedad y de la condición humana. El emparejamiento entre virtud y terror, la unión indisoluble entre principios éticos y la política revolucionaria, constituye la base del viejo principio de la “dictadura del proletariado” que es el criterio revolucionario de una diferente forma de medir a los seres humanos, según sean amigos o enemigos y, por tanto, de una diferente forma de actuar sobre ellos. El líder chino Den Xiaoping, cuando destituyó a los dos secretarios del Partido Comunista Chino y reprimió las sublevaciones liberales de 1989, invocando el principio de la dictadura del proletariado, planteaba un razonamiento análogo al de Robespierre:
“Marx dijo una vez que la teoría de la lucha de clases no fue su descubrimiento; su verdadero descubrimiento fue la teoría de la dictadura del proletariado. La historia ha comprobado que una clase nueva, ascendente, que ha tomado el poder es, en general, más débil que las clases opuestas. Debe, por lo tanto, recurrir a la dictadura para consolidar su poder. La democracia se practica en las filas del pueblo y la dictadura se aplica sobre el enemigo. Esta es la dictadura democrático popular. Es correcto utilizar la fuerza de la dictadura democrática popular para consolidar el poder popular. No hay nada malo en ello”.
Zizek propone, precisamente, una asimilación entre la Dictadura del Proletariado (representada por Engels como el dominio proletario de la Comuna de Paris) y la “violencia divina” (para Zizek el Terror Rojo de 1919). En este sentido, “el lema de la violencia divina es fiat iustitia, pereat mundus: es justicia, el punto de no distinción entre justicia y venganza, donde el “pueblo” (la parte anónima de ninguna parte) impone su terror y hace pagar el precio a otros sectores”. Gray achaca a Zizek el reclamar el valor trascendente de la “violencia divina”, la afirmación de que esta tiene un valor por sí misma. Según Gray, para Lenin:
“Siempre desplegada como parte de una estrategia política, la violencia era de naturaleza instrumental. En contraste, aunque Žižek admite que la violencia no ha podido alcanzar sus objetivos de comunistas y no tiene perspectivas de hacerlo, él insiste en que la violencia revolucionaria tiene valor intrínseco como expresión simbólica de rebelión, una posición que no tiene ningún paralelo en Marx o Lenin”.
Lenin no tenía necesidad plantear esa cuestión teórica, en tanto disponía de aparatos de Estado y de los propios militantes del Partido para aplicarla cuando dispusiese; es más, él impone el Terror Rojo en 1919. Para el Estado soviético la violencia revolucionaria era una realidad jurídico-práctica suficientemente presente. Zizek tiene que defender ese principio en un momento y una circunstancia en la cual nadie disputa, en Occidente (quitando unas pocas organizaciones armadas y el islamismo-revolucionario) el monopolio de la violencia a los estados democráticos. La violencia divina como expresión simbólica de la rebelión es lo máximo que puede acercarse la violencia revolucionaria a ser una realidad jurídica, en tanto no existen todavía la situación ni los sujetos para llevarla a cabo. La tarea de Zizek es defender y reivindicar este principio, aunque todavía haya pocos dispuestos a ponerlo en práctica. De ahí su defensa denodada de todas las fechas históricas del terror revolucionario (desde Robespierre a Mao Zedong, pasando por Lenin y por Stalin) y su llamamiento a todos los teóricos de la izquierda radical a que defiendan el principio de la violencia revolucionaria incluso en su forma más extrema, el terror:
“¿Qué, entonces, deberían hacer quienes permanecen fieles al legado de la izquierda radical? Dos cosas, por lo menos. En primer lugar, el pasado terrorista tiene que ser aceptado como NUESTRO, incluso – o precisamente porque – críticamente es rechazado. Es la única alternativa a la posición defensiva poco entusiasta de sentirse culpable delante de nuestros críticos liberales o derechistas: tenemos que hacer el trabajo crítico mejor que nuestros oponentes. Esto, sin embargo, no es toda la historia: uno también no debe permitir que nuestros adversarios determinen el campo y el tema de la lucha. Lo que esto significa es que la despiadada autocrítica debe ir de la mano con una admisión sin miedo de lo que, parafraseando a juicio de Marx en la dialéctica de Hegel, uno se siente tentado a llamar el “núcleo racional” del Terror jacobino: “la dialéctica materialista asume, sin alegría particular, que, hasta ahora, ningún sujeto político fue capaz de llegar a la eternidad de la verdad fue implementar sin momentos de terror. Desde entonces, como Saint-Just preguntó: “quienes no quieren ni virtud ni Terror ¿qué quieren?” Su respuesta es conocida: quieren corrupción – otro nombre para la derrota del sujeto”.
Para Zizek esta cuestión es práctica pues constituye la defensa de un legado histórico que la izquierda radical debe de defender frente a sus críticos. Eso presupone la defensa de un principio que debe permanecer vivo en tanto se crean las circunstancias para aplicarlo en una nueva coyuntura: “El auge del capitalismo mundial se nos presenta como un destino, contra el cual uno no puede luchar (…). La barrera del sonido debe ser rota, tendrá que tomarse el riesgo de respaldar nuevamente grandes decisiones colectivas – esto, quizás, es el principal legado de Robespierre y sus camaradas hoy para nosotros”. Frente a la fatalidad histórica del capitalismo mundial y su modelo político de liberal-parlamentarismo, y frente a la posesión por parte de los Estados democráticos del monopolio del uso de la violencia, Zizek hace ondear la bandera de un nuevo milenio revolucionario en el que quepa la aplicación del terror con todas sus consecuencias.
Desde la perspectiva de Euskadi, las palabras de Zizek adquieren una resonancia especial. Aquí el MLNV está empeñado en defender, con todos sus instrumentos teóricos y prácticos, el legado de un terror revolucionario particular que hemos vivido en estos últimos 30 años, con la acción de sus instrumentos coactivos de ETA y los grupos de Kale Borroka. Frente a la afirmación de Zizek de que, a partir de 1990, los grupos de la izquierda radical mundial cedieron en su defensa del principio de violencia revolucionaria, el MLNV impulsó, a comienzos de la misma década, ese principio mediante la “socialización del sufrimiento”, extendiendo sus aparatos coactivos a los grupos de guerrilla urbana y ampliando el campo de objetivos político-militares de ETA a los cargos públicos del PP y del PSOE. Para nosotros es plenamente reconocible la realidad de las palabras de Zizek de “el “pueblo” (la parte anónima de ninguna parte)” –es decir, los propios militantes del MLNV motivados para ello, donde estos imponían “su terror” y hacían “pagar el precio a otros sectores”.
Podemos afirmar que el MLNV es pionero en todos los aspectos de defensa del terror revolucionario que Zizek reivindica, incluyendo la puesta en práctica de toda una serie de medidas violentas en función de la causa ecológica, que es la razón que Zizek contempla para poder volver nuevamente por el camino de la violencia revolucionaria de cara a los diversos sujetos de la izquierda radical. Nosotros no debemos olvidar que la defensa del legado histórico de la violencia constituye la justificación de cualquier tipo de violencia, presente o futura, que se envuelva en la capa de nuevas reivindicaciones. Al defender ese principio, Zizek está tratando de llevar a cabo una labor práctica en el contexto de una situación concreta. Eso es lo que Gray olvida cuando describe la labor teórica de Zizek.
Leyendo la defensa que hace Zizek de la violencia me doy cuenta por que para la IA es tan importante no decir nada en contra de la violencia de ETA. Lo dice y parece que habla de Euskadi:
«En primer lugar, el pasado terrorista tiene que ser aceptado como NUESTRO, incluso – o precisamente porque – críticamente es rechazado».
JELen agur
Es interesante la idea de que la violencia tiene el valor de símbolo de lucha y de rebelión. Esto implica que nunca desaparecerán todas sus formas de violencia, sino que siempre presistirá una violencia irregular, más o menos intensa que simbolice la permanencia de la lucha.