Juan Luis Laskurain Ekoberrin
Durante el último Festival de Cine de San Sebastián, Glenn Close, la afamada actriz de cine, al acudir a recoger el merecido Premio Donostia que le otorgaron por su trayectoria profesional, efectuó algunas referencias sobre su última película, entre las cuales me llamó la atención un comentario sobre lo que ella denominó “personas invisibles”, gentes sin ninguna consideración ni percepción de su existencia por la sociedad en la que viven y por la sociedad global. Son gentes que, por no tener, no tienen ni capacidad de protestar o que alguien lo haga por ellas. Es decir, se encuentran en peor situación que los indignados, que ya es decir.
De algún modo, Glenn Close dejaba ver su opinión crítica a que, en nuestra sociedad, una parte relevante de la misma, por unas causas u otras, no pinte nada y se vea abandonada a su suerte.
Otra gran actriz, en este caso Audrey Hepburn, hace más tiempo, decía que no le gustaba el término “tercer mundo” ya que sólo había un mundo y todos pertenecíamos al mismo.
Hay un lazo de unión entre ambas referencias –y no es el de la calidad profesional y diría que humana de sus autoras- y es el de la existencia en el mundo de personas cuyos problemas y necesidades no se ven, no se tienen en cuenta, no son nuestros, son “de otro mundo”, del tercer mundo. Son cosas de los invisibles y, por tanto, no los percibimos.
No es preciso pensar demasiado para darnos cuenta del error que esto supone. Y quiero significar lo de error porque no es mi intención enfocar este pequeño escrito hacia los principios de la solidaridad, ni de la justicia social, ni de la ayuda humanitaria ni otros similares en los que se plasme la obligación que tenemos los que más tenemos hacia los que menos tienen. Esto, por evidente, lo doy por sentado (aunque igual es mucho decir).
Lo quiero razonar en términos económicos. Las leyes del mercado y los principios de la economía se basan en unos postulados determinados, de tal modo que, si estos fallan, los resultados fallan. Así, la oferta, la demanda, la formación de los precios, la contratación de mano de obra, los beneficios y su distribución, y todo lo demás descansan en la existencia previa de unas condiciones de equilibrio entre las partes, de modo que, si no existe dicho equilibrio, los resultados favorecerán en exceso a unos y perjudicarán a otros. Es decir, cuando no hay “competencia perfecta”(que es lo que suele pasar), pierden los más débiles y ganan los más fuertes.
Lo normal es que, en mayor o menor medida, todos los mercados se vean alterados en esa competencia perfecta y así nos luce el pelo. ¿Qué hacer ante este tipo de situaciones?. Quienes creemos que en economía no debe primar la ley de la selva (o, muchas veces, leyes peores) entendemos que se deben introducir factores tendentes a proporcionar ese equilibrio de los mercados y, si no fuera suficiente, aplicar las políticas públicas adecuadas como para que no haya excesos ni excluidos.
Esta tarea de equilibrar las tensiones y desviaciones en los mercados está resultando especialmente difícil últimamente para los poderes públicos, lo cual resulta evidente dada la evolución del paro, de la marginación, de la formación de los precios y de tantas otras variables. Surgen, así, protestas de todo tipo que casi habíamos llegado a olvidar.
Pero yo me quiero referir a esas situaciones en las que ni siquiera hay protestas. Quiero referirme a dos mil millones de personas en el mundo que, trabajando en el ámbito rural, padecen con la máxima intensidad las consecuencias de la falta de equilibrio en los mercados, la no existencia de la competencia perfecta, la falta, en fin, de las ayudas públicas y privadas que puedan aportarles lo que, sin duda, se merecen: una recompensa digna por su trabajo.
Es particularmente notoria la situación de la agricultura familiar, sometida a la volatilidad de los precios de los productos agrarios, a las crisis alimentarias y a las alteraciones climáticas, que dejan patente la vulnerabilidad en la que viven estas personas, hambrientas y desnutridas como recompensa a un duro trabajo. Las condiciones las ponen otros, los precios también; ellos lo aceptan o no tienen salida sus productos. De la competencia perfecta no queda nada y, en estas condiciones, la realidad económica es una pesadilla.
Pero, pese a ello, los dos mil millones de implicados en las actividades rurales del mundo apenas son visibles más que en esas ocasiones en las que se tiene noticia de una hambruna que les deja diezmados. Entonces se mueven algunos mecanismos en el llamado mundo desarrollado y se trata de ayudar a resolver esta situación. Pero esto ni es suficiente ni, mucho menos, es la solución.
La situación de la agricultura familiar en el mundo fue objeto de un análisis y reflexión exhaustivos en la Conferencia Internacional celebrada en Bilbao entre los días 5 y 7 de octubre, en la que han participado expertos en economía y desarrollo rural, líderes de organizaciones agrarias, responsables políticos y miembros de organizaciones internacionales.
Esta Conferencia fue organizada por el Foro Rural Mundial, una asociación de ayuda al desarrollo con once años de vida, radicada en Euskadi y que lleva trabajando más de dos años por lograr que Naciones Unidas declare 2.014 como el año internacional de la agricultura familiar. Y lo ha conseguido. La Asamblea General de Naciones Unidas así lo ha decidido en su reunión de 22 de diciembre de 2.011.
Cientos de organizaciones agrícolas y gobiernos de todo el mundo apoyaron la iniciativa del Foro Rural para llegara a esa trascendental decisión de Naciones Unidas, convencidos de la necesidad de contar con una agricultura familiar debidamente considerada, como garantía de sostenibilidad ambiental, económica y, especialmente, humana.
Estos dos mil millones de personas absolutamente invisibles tanto por su situación como por su extrema debilidad física, forman parte de nuestro mundo y llevan a cabo una tarea tan relevante como la de proveernos de alimentos y preservar nuestro medio ambiente, entre otras cosas.
Por razones éticas, económicas, sociales y por propio egoísmo, no podemos dejarles solos. Espero y confío que 2.014, el año internacional de la agricultura familiar, sirva para cambiar el rumbo seguido hasta ahora.