Pello Sasiain
Nota inicial
Estas páginas no pretenden ofrecer una teoría cerrada, sino unas notas de trabajo y líneas de reflexión para abrir un debate necesario:
cómo reforzar los valores morales que han sostenido históricamente a la sociedad vasca y que hoy necesitan renovarse desde una perspectiva cívica, ética y cultural.
Más que reconstruir un pasado, se trata de reconocer una continuidad moral —una forma vasca de entender la responsabilidad, la libertad y la convivencia— que puede servirnos de guía en tiempos de fragmentación y desconcierto. El propósito de estas notas es invitar a pensar juntos qué significa hoy hablar de una genealogía ética vasca, y cómo esos principios pueden inspirar una vida social más justa, solidaria y consciente.
Parte I – Raíz moral y comunidad vivaI. Las raíces morales del ser vasco: del deber a la libertad responsable
Hay pueblos que se explican por su historia política o por sus guerras; el nuestro se reconoce por su modo de vivir la responsabilidad. En el corazón del euskera late una moral que no nace del derecho, sino del deber; que no se impone desde fuera, sino que brota de la conciencia.
Cuando el pueblo vasco dice gizakiari bizia zor zaio —“la vida se debe al ser humano”— no enuncia una ley, sino un principio moral. Esa manera de mirar el mundo, en la que la vida se debe y no se posee, funda una libertad distinta: una libertad responsable. La persona no se afirma por dominar, sino por cumplir. El deber no es una carga, sino la medida de la dignidad.
Así, los viejos aforismos del país —soroak zor du larrea, “la heredad debe el pasto”— no describen una relación económica, sino una ética del respeto: todo bien conlleva una obligación, todo derecho implica cuidado.
De ahí surge una antropología moral que atraviesa los siglos: la libertad se mide por la calidad de los compromisos, no por la ausencia de vínculos.
El verbo agindu, que en otras lenguas significa mandar, en euskera quiere decir prometer, comprometerse. De ahí nace agintaritza, que no designa solo el mando o la jefatura, sino la función de liderazgo responsable, la dirección moral que asume quien tiene la máxima responsabilidad de cumplir lo comprometido (agindutakoa). El agintari no es quien manda, sino quien responde ante la comunidad. Su autoridad procede del compromiso, no de la imposición; del ejemplo, no del privilegio.
En este sentido, la lengua vasca conserva una sabiduría moral condensada en una fórmula sencilla: “Agintariak: ahaldunak.” El que gobierna —agintaria— es, ante todo, un ahalduna, alguien “dotado de poder”, pero no para dominar, sino para cumplir lo comprometido. Su ahalmena (su poder) está orientada al servicio, no a la imposición. Como diríamos hoy, no se trata de estar empoderado para mandar, sino apoderado para responder.
En ese giro semántico se resume toda una ética del mando: poder como deber cumplido, autoridad como responsabilidad asumida.
Conviene distinguir, sin embargo, este poder moral —esa dotación de poder para hacer lo comprometido, que está intrínsecamente unida a la responsabilidad de su ejercicio— del poder soberano, que es irresponsable por naturaleza, porque se sitúa por encima de toda rendición de cuentas. En la tradición vasca, agintaritza no es soberanía, sino servicio con autoridad. Es liderazgo ético, no dominio. Por eso, aunque lo vasco pueda parecerse en ciertas formas al liberalismo, al socialismo o incluso al anarquismo, en realidad es algo distinto: un sistema moral que se sostiene en la reciprocidad del deber y del compromiso, no en la imposición del poder.
Esta concepción del mando —como responsabilidad ejercida ante y con los demás— otorga al liderazgo vasco un carácter singular. La dirección no se legitima por la fuerza ni por la jerarquía, sino por la fidelidad al bien común.
El agintari no gobierna para sí, sino para que el pueblo pueda realizar su parte de deber, su cuota de libertad responsable. En esa raíz moral se reconocen tanto el creyente que ve en la vida un don como el agnóstico que descubre en ella un misterio que merece respeto. La trascendencia no es un dogma, sino una actitud: saber que hay algo más grande que el propio interés. Ese sentido del límite, ese respeto ante lo que nos sobrepasa, es la forma vasca de espiritualidad moral.
El resultado de esa ética es un modo de vida sobrio, responsable, poco dado al exceso y al abandono. Como escribió Orixe en Euskal literaturaren atze edo edesti laburra (1927):
“Euskaldunaren gogoa ez da espekulatzailea; zuzena, sinplea, morala da.”
(“El espíritu del vasco no es especulativo; es recto, sencillo, moral.”)
En esa afirmación late una concepción moral que trasciende las épocas: la libertad no se entiende como fuga, sino como responsabilidad. El vasco no busca la independencia para aislarse, sino para poder responder ante los demás.
Ahí se condensa la raíz de la libertad responsable, el principio más profundo del humanismo vasco.
II. El auzolan como matriz de la moral vasca
El auzolan es mucho más que una costumbre rural. Es la expresión concreta de una filosofía de la vida: la convicción de que el bien común solo se construye juntos.
Cuando los vecinos se reúnen para arreglar un camino, levantar una casa o limpiar un río, no están realizando solo un trabajo: están practicando una moral.
El auzolan es el modo vasco de convertir la libertad en cooperación.
En la cultura del auzolan nadie manda y nadie obedece; todos colaboran. No hay jerarquía de poder, sino responsabilidad compartida. Esa práctica, repetida durante generaciones, ha educado una manera de entender la convivencia basada en la confianza y en la palabra dada. En el fondo, el auzolan es una escuela moral: enseña que la autoridad se legitima sirviendo, no imponiendo.
Con el tiempo, ese espíritu se trasladó de los caseríos a las cooperativas, de las montañas a las fábricas, de las aldeas a las escuelas. El cooperativismo vasco fue —y sigue siendo— la actualización moderna del auzolan:
trabajo digno, gestión compartida, beneficio orientado al bien común. En esa continuidad se revela la vigencia de la moral vasca: la cooperación como forma de libertad.
El auzolan también encierra una dimensión espiritual, aunque no confesional. En su fondo late la misma certeza que movía a nuestros antepasados religiosos: que el ser humano encuentra sentido solo cuando sirve a los demás.
La comunidad es el espacio donde la vida adquiere densidad moral, donde la libertad deja de ser un capricho para convertirse en tarea.
Cuando el individualismo y la velocidad fragmentan el tejido social, el auzolan reaparece como una pedagogía del cuidado. No se trata de idealizarlo, sino de entender su lógica: la cooperación no como excepción solidaria, sino como modo ordinario de vivir. Ahí está su fuerza transformadora: recordar que nadie puede salvarse solo, que el bienestar privado sin comunidad no es progreso, sino pérdida de alma.
El auzolan no pertenece al pasado; pertenece al futuro. En él convergen el deber y la alegría, el esfuerzo y el sentido. Es la matriz de una moral viva que no necesita templos para ser sagrada, porque se expresa en la vida compartida.