La libertad responsable como raíz de la ética vasca (4/4)

Lectura desde el presente de algunos apuntes de la II parte de Revolución–Represión o Burujabetza (Etor, 1981).

Joxe Martin Larburu (Pyrenaeus)

La paz como tarea moral del pueblo vasco (2/2)

El cuarto capítulo de Revolución–Represión o Burujabetza desplaza el foco de la violencia a la vida cotidiana, del conflicto a la creación. Si en el anterior se trataba de romper el círculo de la violencia, aquí se busca construir el círculo virtuoso del trabajo compartido. Los autores afirman que “la empresa debe ser el centro de la transformación social” (p. 143). Pero esta frase, que podría sonar técnica o económica, encierra una intuición moral: la paz se construye trabajando juntos. La política democrática no termina en las instituciones; se prolonga en el taller, en la fábrica, en la comunidad que aprende a decidir sobre su propio esfuerzo.

En ese sentido, el capítulo no habla de economía, sino de ética. “El trabajo y la empresa constituyen los elementos más concretos y reales de la vida social” (p. 144), escriben los autores. El trabajo es el lugar donde se expresa la libertad, donde se experimenta la justicia, donde se forma el carácter cívico. Lo que en el capítulo tercero era el rechazo de la violencia, aquí se convierte en afirmación del auzolan: la cooperación como fundamento del orden político.

La idea de empresa democrática que proponen no nace de la teoría marxista ni del liberalismo reformista, sino de una raíz vasca más antigua: el sentido comunitario del trabajo. En la cultura del auzolan, la tarea compartida no se impone ni se compra; se ofrece. Cada uno aporta lo que puede, sabiendo que la obra es de todos. En ese gesto está contenida toda una filosofía política. El auzolan no busca beneficios, sino continuidad; no maximiza el lucro, sino la cohesión. Y, sin embargo, es profundamente eficaz porque convierte la obligación en orgullo.

Esa lógica comunitaria inspiró buena parte del cooperativismo vasco posterior, especialmente en Mondragón, donde la democracia industrial se tradujo en práctica cotidiana. El libro lo anticipa: “El nuevo modelo de sociedad que propugnamos debe fundarse en la participación de todos los trabajadores en la propiedad, la gestión y los resultados de la empresa” (p. 145). No se trata de un tecnicismo organizativo, sino de una revolución moral: convertir al trabajador en sujeto político. En una época en que la política se debate entre la tecnocracia y la desafección, esta afirmación conserva toda su fuerza: sin participación en el trabajo, no hay verdadera ciudadanía.

“El hombre se realiza en el trabajo, o se pierde en él” (p. 144). En esta frase se resume la clave de todo el capítulo. El trabajo puede humanizar o deshumanizar, puede liberar o someter. Todo depende de cómo se organice la comunidad productiva. Si la empresa se rige por el principio del mando y la competencia, genera alienación; si se funda en la cooperación y la responsabilidad, se convierte en escuela de libertad. El libro afirma que “la empresa no puede seguir siendo una máquina de hacer dinero, sino una escuela de convivencia” (p. 145). Y en esa transformación del trabajo en convivencia radica el sentido político del auzolan moderno.

El auzolan no es una nostalgia rural. Es una forma de liderazgo distribuido. Quien trabaja junto a otros no manda: coordina; y quien coordina, sirve. Esa es la pedagogía moral que los autores ven en la empresa democrática: una comunidad donde la autoridad se legitima por el servicio y donde la libertad se mide por la capacidad de cooperar. En esa estructura se ensaya, día a día, la cultura política que el País Vasco necesita: la del liderazgo compartido, la del poder como responsabilidad.

Por eso escriben que “en la empresa se juega el destino de la democracia vasca” (p. 145). La frase puede parecer exagerada, pero encierra una advertencia: no habrá paz política sin justicia laboral, ni autogobierno sin autogestión. Cuando el capital decide solo, la comunidad se rompe; cuando el trabajo se comparte, la comunidad se reconstruye. De ahí que los autores sostengan que “la comunidad empresarial debe ser el modelo de la futura comunidad nacional” (p. 147). En otras palabras, el País Vasco debe aprender de su propio modo de trabajar: horizontal, austero, solidario.

Esa intuición se proyecta sobre el presente con una claridad sorprendente. En una sociedad donde la precariedad y la soledad amenazan la cohesión, el auzolan ofrece un modelo de regeneración moral. No se trata de idealizar el pasado, sino de recuperar su método: hacer juntos, decidir juntos, responder juntos. En un contexto global dominado por la distancia entre el poder y la vida, entre las instituciones y las personas, el auzolan reintroduce la escala humana. La política vuelve a ser experiencia cercana, no espectáculo distante.

Cuando los autores escriben que “el trabajo es el acto por el que el hombre se hace hombre” (p. 146), están señalando el mismo principio que guía la ética vasca del liderazgo: la autoridad no se hereda ni se impone, se conquista trabajando. Quien trabaja con responsabilidad, lidera con ejemplo; quien sirve a la comunidad, representa su dignidad. Esa es la raíz cultural del liderazgo vasco contemporáneo: discreto, cooperativo, poco dado a la retórica y muy atento a la coherencia.

En la tradición del auzolan, el mando sin servicio es una contradicción. El agintari —decían los autores en el capítulo anterior— no es el que manda, sino el que se compromete. La empresa democrática traduce ese principio al lenguaje moderno: quien dirige debe rendir cuentas, compartir el riesgo y poner el beneficio común por encima del propio. Esta concepción no sólo moraliza la economía; politiza la ética. Convertir el trabajo en acto de servicio significa convertir la política en acto de comunidad.

El texto afirma que “la transformación de la empresa es la condición para la transformación de la sociedad” (p. 148). Es una conclusión de extraordinaria vigencia. Las democracias actuales, atrapadas entre la impotencia institucional y el poder financiero, sólo podrán renovarse si reconstruyen el sentido del trabajo. La empresa —entendida como espacio de cooperación y no de dominación— es el laboratorio de esa nueva democracia. Allí se aprende a deliberar, a decidir, a compartir. Allí se recupera la práctica cotidiana de la libertad.

Desde la perspectiva vasca, esta propuesta tiene una dimensión identitaria. La libertad no es un punto de llegada, sino un modo de hacer. Burujabetza significa literalmente “ser dueño de la propia cabeza”, pero el libro demuestra que esa autonomía interior se sostiene en un tejido exterior: en la comunidad de trabajo, en la responsabilidad compartida. Sin esa red, la libertad degenera en aislamiento. Por eso, la independencia entendida como ruptura absoluta es ajena a esta tradición; lo propio es una interdependencia libre, una dependencia voluntaria que une respeto y solidaridad (p. 118).

El capítulo culmina con una advertencia: “Una política democrática que no se concrete en la empresa está condenada al fracaso” (p. 148). Es una forma de decir que la paz no puede limitarse a la ausencia de conflicto, ni la democracia a las urnas. La paz se fabrica en los espacios donde la cooperación vence al miedo y donde el trabajo se convierte en experiencia de igualdad. Esa es la lección profunda del auzolan: que la comunidad no es un dato, sino una tarea.

En el País Vasco de hoy, donde la convivencia busca traducirse en políticas concretas y en memoria compartida, esta enseñanza conserva toda su vigencia. La reconciliación real no se alcanza firmando declaraciones, sino reconstruyendo la confianza en los lugares donde la gente vive y trabaja. Cada empresa, cada escuela, cada asociación puede ser —si se rige por esa ética del trabajo compartido— una pequeña república moral, un taller de burujabetza.

El libro termina señalando que “el hombre se aliena cuando trabaja para otro, pero se libera cuando trabaja con otros” (p. 147). Esa frase resume toda una filosofía del país. La paz, en este sentido, no es un objetivo distante, sino una práctica diaria. No se decreta, se hace. Se hace cuando los vascos deciden volver a mirarse como colaboradores, no como adversarios; cuando entienden que la libertad responsable no es soledad, sino comunidad en movimiento.

Esa es, en el fondo, la paz que los autores entrevieron y que hoy sigue pendiente: la paz del trabajo bien hecho, del liderazgo que sirve, de la comunidad que se reconoce en la tarea común. Una paz que no se impone ni se negocia, sino que se cultiva, como se cultiva el auzolan, cada mañana, en silencio y con perseverancia

Gai honetako beste sarrerak / Otras entradas relacionadas

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *