Lectura desde el presente de algunos apuntes de la II parte de Revolución–Represión o Burujabetza (Etor, 1981).
Joxe Martin Larburu (Pyrenaeus)
La negociación como servicio al pueblo
El tercer eje del capítulo es una relectura ética de la negociación. Los autores diferenciaban entre “negociar como arma de lucha” y “negociar como instrumento de servicio al pueblo” (p. 140). Aquella distinción anticipaba uno de los dilemas de toda ¿transición? democrática: si el diálogo se convierte en instrumento táctico, degenera en manipulación; si nace del servicio, genera confianza.
La “negociación revolucionaria” —escriben— no busca el acuerdo, sino el dominio; no cede en lo esencial porque “jamás puede renunciar al principio de la lucha de clases y al empleo de todas las formas de lucha” (p. 141). En cambio, el demócrata, recordaban, no puede claudicar en lo que define su ética: “el rechazo de la coacción como norma de vida y la no aceptación de que la normativa política sea impuesta por la fuerza” (p. 141).
Ese contraste entre la lógica del poder y la lógica del servicio sigue siendo decisivo. En la política vasca contemporánea —donde el diálogo institucional es constante pero a menudo instrumental—, la pregunta no es con quién se negocia, sino desde qué principios. Si la negociación no está guiada por un horizonte de bien común, se convierte en técnica de supervivencia política. Pero si nace del servicio a la comunidad, puede ser, como entonces escribieron, “la clave para crear las condiciones que hagan inútil e innecesario el empleo de la lucha armada” (p. 142).
Lección para el presente: una convivencia con contenido
El texto concluye con una observación que trasciende su tiempo: “Lo fundamental de nuestro cometido, en la hora presente, es hacer por nuestra parte todo cuanto sea posible por crear las condiciones que hagan inútil el empleo de la lucha armada y otras manifestaciones de violencia por aquellos mismos que hoy se muestran partidarios de ellas” (p. 142). Esa frase podría suscribirse hoy, cambiando la violencia física por una violencia de baja intensidad, que actúa sobre las conciencias, los relatos y las relaciones sociales. No mata, pero impide vivir en plenitud política: impide decidir, confiar, construir y soñar con libertad compartida. Superarla implica algo más profundo que un cambio de formas; requiere rehacer las condiciones espirituales de la convivencia vasca.
La tarea moral del pueblo vasco no es la pacificación entendida como cierre, sino la construcción continua de condiciones de justicia. La paz, como el burujabetza, es una disciplina: requiere memoria, responsabilidad y liderazgo compartido. Cuando los autores afirmaban que “solo un proceso de pacificación creado y dirigido por vascos puede romper el círculo infernal de la violencia” (p. 136), estaban anticipando la necesidad de una autonomía moral, no solo institucional.
Hoy, esa autonomía ética se traduce en capacidad de autocrítica, en cultura cívica, en madurez democrática. El desafío no es menor: mantener la pluralidad sin disolver la comunidad, ejercer la autoridad sin coacción, y transformar la memoria del conflicto en una fuente de sabiduría política.
Ese es, en el fondo, el sentido contemporáneo del mensaje de Revolución–Represión o Burujabetza: la paz no se alcanza cuando cesan las armas, sino cuando la sociedad aprende a gobernarse desde la responsabilidad. No hay burujabetza sin justicia, ni justicia sin verdad, ni verdad sin la valentía de decir que la libertad no se conquista a golpes, sino cultivando vínculos.
El libro lo dijo con palabras austeras y firmes: “Nosotros estamos convencidos de que los vascos, a pesar de nuestros infortunios y contrariedades, estamos en condiciones de poder lograr ese objetivo, haciendo que la victoria final sea una victoria de todos” (p. 144). Esa victoria de todos —no sobre los demás— es la única paz duradera: la que nace del reconocimiento mutuo, del liderazgo moral y de la voluntad de servir.