Lectura desde el presente de algunos apuntes de la II parte de Revolución–Represión o Burujabetza (Etor, 1981).
Joxe Martin Larburu (Pyrenaeus)
Burujabetza: ética y proyecto político
La clave ética de este planteamiento es que sustituye el imaginario moderno de “derechos” entendidos como exigencias egocéntricas por una red de deberes que ordena usos, disfrutes y límites. En la economía, esto desarma la ecuación clásica PROPIEDAD = MANDO: la relación con los bienes nace del trabajo y se orienta al servicio de la comunidad. De ahí soluciones tan concretas como la troncalidad, la libertad de testar, el reparto funcional de tierras “para pan llevar” o la regla de que la “privatización” equivale a privación del pueblo: por eso los comunales desamortizados quedan en la memoria como lapur-basoak (“bosques robados”, p. 106). En la política, el poder no es un título; es un encargo que se rinde a cuentas: el agintari no acumula facultades, asume obligaciones (p. 115).
Ese andamiaje no es nostalgia. El libro muestra su actualización contemporánea en la experiencia cooperativa de Mondragón, donde se traducen en estatuto principios muy viejos: “Se adopta la forma cooperativa por su idoneidad para que la conjunción y régimen de los factores de producción se realice en consonancia con la dignidad y aspiraciones del trabajo humano, en un marco de solidaridad humana y cristiana” (p. 131). Y no como adorno retórico, sino como prioridad normativa: “«Art. 4. — EL TRABAJO es la providencia para la satisfacción progresiva de las aspiraciones humanas y su testimonio de colaboración con los demás miembros de la comunidad»” (p. 131). No es casual que el sistema combine asamblea responsable, límites en los “anticipos laborales” y reserva para educación y obra social: es burujabetza aplicado a producción, ahorro y riesgo. En ese sentido, la financiación popular (herri-kutxa) y la investigación compartida no son meros instrumentos técnicos; son engranajes morales de una sociedad que decide —otra vez— primar deber y cooperación sobre lucro y mando.
Con ese mapa, los autores respondían a dos reduccionismos que alimentaban el bucle Revolución–Represión. El primero, leerlo todo como nacionalismo (y, según convenga, dividirlo en “moderado” y “radical”). Esa amalgama confunde forma con contenido y borra la incompatibilidad de fondo entre un nacionalismo democrático y un internacionalismo de partido que usa signos vascos con finalidad leninista. De ahí que en el texto insistían en llamar a las cosas por su nombre y denunciar que “meter… a todas ellas en una sola denominación, en un solo saco, como el del ‘NACIONALISMO VASCO’, además de anticientífico, es prestar un flaco servicio a la verdad” (cf. desarrollo en cap. 2).
El hilo conductor —y ahí está su fuerza— es lingüístico, jurídico y económico a la vez. El idioma fija una antropología de la obligación (“«gizakiari bizia ZOR zaio»”, p. 107); el derecho consuetudinario la convierte en reglas (“«SOROAK ZOR DU LARREA»”, p. 108); las instituciones políticas la traducen en mandatos de agindu (p. 115); y la empresa comunitaria la materializa en voto igual, límites al diferencial retributivo y fondos de reserva (p. 131). En todos los peldaños la ética es la misma: ser dueño de la propia cabeza no es licencia para exigirse a sí solo, sino competencia para vincularse mejor con otros. Por eso la independencia entendida como ruptura absoluta es un eslogan “extravasco”; lo propio es una interdependencia libre —dependencia voluntaria— que maximiza libertad y solidaridad en la misma operación (p. 117–119).
La consecuencia política no es menor. Si el diagnóstico del ciclo Revolución–Represión es certero, la salida no puede ser simétrica a su lógica: ni más fuerza sin cultura del deber, ni más agitación sin cultura del pacto. Se trata de recomponer las condiciones para estar libres (levantar coacciones) y, a la vez, de ensanchar las prácticas para ser libres (multiplicar compromisos). En ese doble movimiento, la ética vasca que el libro reconstruye ofrece algo más que una memoria; ofrece un método: nombrar las obligaciones comunes; ordenar los bienes al trabajo y a la comunidad; convertir el poder en responsabilidad; y blindar, como pilares, respeto y voluntariedad.
En palabras del propio texto, no para repetir formas pasadas, sino para “elaborar un proyecto político y social” que rompa la “espiral represión – revolución” (p. 101) con instituciones que hagan verosímil, aquí y ahora, el burujabetza. La sobriedad del argumento está en esto: no prometían armonías fáciles ni atajos ideológicos. Proponían una gramática exigente —deber antes que derecho, trabajo antes que capital, servicio antes que mando— y la contrastaban con ejemplos verificables que ya han funcionado en la historia vasca y que hoy siguen funcionando. Si la pregunta es cómo salir del choque estéril entre revolución y represión, la respuesta del libro no es un eslogan: es una disciplina pública de libertad responsable. Y eso, precisamente, es burujabetza.
Ados nago, burujabetza ez da eslogan bat, lanaren bidezko askatasun arduratsua baizik: komunitateari lotua, betebeharretan oinarritua eta elkartasunez egituratua. Larburu(k) proposatzen duen etika praktikoak balioetan oinarritutako jarduna eta boterearen ordez erantzukizuna lehenesten ditu