La libertad responsable como raíz de la ética vasca (1/4)

Lectura desde el presente de algunos apuntes de la II parte de Revolución–Represión o Burujabetza (Etor, 1981).

Joxe Martin Larburu (Pyrenaeus)

El círculo vicioso de la violencia

El punto de partida de los autores fue incómodo y a la vez esclarecedor. Consideraban que el País Vasco de su tiempo se hallaba definido por un “FOCO de violencia” que no se explicaba con tópicos, sino distinguiendo causas, ritmos y responsabilidades. En su diagnóstico subrayaban que “Ante todo es preciso distinguir entre nosotros DOS clases de violencia bien diferenciadas. Existe, en primer lugar, la VIOLENCIA ORIGINARIA… y… VIOLENCIA DERIVADA” (p. 98). Aquella distinción permitió leer el presente no como un accidente, sino como la consecuencia de una larga cadena en la que “La victoria militar fue la fuente de su derecho; la arbitrariedad fue presentada como justicia; y la coacción fue legalizada como método de convivencia social” (p. 99). El proceso histórico había desembocado en una dinámica perversa: “la presión revolucionaria y la represión contrarrevolucionaria forman un círculo vicioso” de “concentración y expansión de la violencia” (p. 99). Por eso advertían que “No será posible… elaborar un proyecto político y social… si nos dejamos arrastrar por la espiral represión – revolución” (p. 101).Aquel diagnóstico no se quedaba en el lamento, sino que abría un horizonte moral. Frente al bucle de violencia y reacción, los autores buscaron una llave ética y política propia: la libertad responsable. Esa libertad no era un concepto abstracto, sino la forma concreta que la cultura vasca había dado a su convivencia. Lo que proponían era reencontrar, en el corazón mismo del lenguaje, el principio que había sostenido durante siglos la vida común: el equilibrio entre autonomía y deber.

La raíz moral de la libertad vasca

La clave que el libro proponía surgía del propio euskera, donde la libertad no se mide por la ausencia de vínculos, sino por la calidad de los compromisos asumidos. En lugar de definir la identidad vasca por rasgos telúricos o arqueológicos, los autores la rastreaban en las prácticas normativas que el idioma fijaba con precisión. Así, cuando Orixe tradujo “el hombre tiene derecho a la vida”, no escribió “tiene derecho”; dijo: “«gizakiari bizia ZOR zaio», es decir, «al hombre se le debe la vida»” (p. 107). Aquella sustitución de “derecho” por “deber” no respondía a una licencia poética, sino a un modo de entender el mundo. Lo confirmaba el viejo aforismo legal que regulaba la relación entre labores y pastos: “«SOROAK ZOR DU LARREA» (la heredad debe el pasto)” (p. 108). Y lo refrendaba, con el mismo tono comunitario, el principio que había regido minas, montes y comunales: “aquí todo es de todos y nada es de nadie” (p. 106).

Ese vocabulario de la obligación no florece en el vacío: reescribe instituciones. En la esfera política, agindu no designa poder, sino vínculo: “el término agindu significa preferentemente prometer o comprometerse” (p. 115). De ahí que agintari sea, ante todo, quien se hace responsable ante la comunidad, no quien es titular de un “derecho a mandar”. En la esfera personal, la libertad se mide de otra manera. El euskera distingue “estar libre” (aske, ausencia de ataduras) y “ser libre” (burujabetza), literalmente “ser dueño de la propia cabeza”. No es un matiz académico; es un estándar práctico de responsabilidad: “Para la mente vasca hay una diferencia fundamental entre el hecho de estar libre y el de ser libre” (p. 117). Y la correlación es tajante: “no es posible ser libre sin estar libre” (p. 117). La pauta que propone el texto es, por tanto, doble e inseparable: luchar “contra toda dependencia impuesta” para garantizar condiciones de libertad fáctica, y a la vez convertir esa libertad en “dependencia voluntaria” que se expresa como solidaridad organizada.

Con ese marco, la autodeterminación ya no es el rito único de un referéndum ni el fetiche de una independencia abstracta. Los autores la encajaban en el viejo burujabetza y la formula en negativo (lo que no debe imponerse) y en positivo (cómo se decide convivir). Por eso, “Nuestra autodeterminación está fundamentada en DOS PILARES inamovibles: — EL PRINCIPIO DEL RESPETO. — EL PRINCIPIO DE VOLUNTARIEDAD Y SOLIDARIDAD” (p. 118). El primero obliga en doble sentido: “RESPETO A QUE LOS DEMÁS NO NOS IMPONGAN SU VOLUNTAD… [y] RESPETO A NO QUERER IMPONER NUESTRA VOLUNTAD A LOS DEMAS” (p. 118). El segundo organiza la asociación libre —pactos con el Jefe del Estado en lo externo, federación de repúblicas con Juntas en lo interno— y preserva un mecanismo de objeción cuando un pueblo no comparte una decisión común (p. 119).

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