Ernesto Unzurrunzaga
A El derecho de autodeterminación solo es aplicable a los pueblos colonizados (continuación)
- Encaje de la Constitución Europea (CEU) en la Constitución española (CE) y el doble rasero
En las sucesivas declaraciones y sentencias del TC que se han producido en ese periodo se insiste de forma cada vez más rotunda que solo el pueblo español es soberano y que es soberano de forma “exclusiva e indivisible”. Los magistrados emplean argumentaciones elaboradas a veces con un lenguaje técnico solo al alcance de iniciados que no vamos a reproducir pero, hay un hecho, fácilmente comprensible para el común de los mortales, que contradice su visión petrificada e inmutable de la soberanía española. Nos referimos a que poco tiempo antes de que comenzara el proceso de reforma del Estatut catalán tiene lugar la ratificación en referendum (20 de febrero de 2005) por parte de la ciudadanía española de la Constitucion Europea, (CEU) que consagra la integración de España en una estructura supranacional y que va a suponer una gran cesión de soberanía que, irremediablemente, dejaría de ser “exclusiva” de la nación española.
Este hecho que se ha producido sin apenas debate político es de una gran relevancia para la cuestión que estamos analizando. La CEU supone la creación de un nivel nuevo de Gobierno que se sitúa por encima de los estados miembros. La Unión, de acuerdo al principio de subsidiariedad, interviene en todos aquellos ámbitos donde el objetivo buscado puede alcanzarse más eficazmente a nivel europeo que a nivel nacional, regional o local. Ese principio justifica la asunción de competencias de la máxima importancia por parte del nuevo nivel de Gobierno, algunas exclusivas, en las que su derecho primará sobre el de sus estados miembros y otras compartidas. Entre esas competencias se encuentran, por ejemplo, las relativas a la unión aduanera, la política de competencia, la política monetaria, normas estrictas para mantener un control estrecho de la deuda y el déficit públicos y garantizar que los gobiernos no gasten por encima de sus posibilidades, etc. Esta realidad es tan evidente que, ante críticas a determinadas políticas, principalmente en materia económica o social, nos hemos habituado a escuchar a responsables políticos justificarse diciendo que esas políticas “dependen” o “nos vienen impuestas” por Bruselas. Es obvio que todo ello afecta, de modo evidente, al marco competencial que la CE atribuye a la nación española y a su soberanía “indivisible”.
Sin embargo previo a la celebración del referéndum, el 13 de diciembre de 2004, el TC se pronunció sobre posibles incompatibilidades entre los textos de la CE y el del Tratado de la CEU y, sorprendentemente, no hubo manifestaciones de inconstitucionalidad, al contrario, la mayoría de los miembros del pleno del TC declaró que no existía contradicción alguna, por lo que no era necesaria una reforma constitucional al respecto. Aunque no se dijera explícitamente, este acomodo de la CEU sin modificar la CE significaba, a nuestro entender, que se asumía un concepto limitado de soberanía, no exclusiva e indivisible, sino compartida y referida respecto al ámbito de competencias que a cada nivel de gobierno le atribuía el ordenamiento jurídico
De este modo el TC practicaba una política de doble rasero[1]: no ponía ningún obstáculo al proceso de integración europea, y a la cesión de soberanía “hacia arriba”, mientras que se oponía, incluso de forma vehemente, a la idea de que esa soberanía pudiera ser compartida con otras naciones dentro de España, con franceses o alemanes si era posible con vascos y catalanes no.
- Reforma constitucional para encajar las reivindicaciones de las nacionalidades históricas
Siguiendo con nuestro diálogo con los representantes del bloque “constitucionalista”, cambiamos de perspectiva y aceptamos que las reivindicaciones de reconocimiento nacional y de autogobierno pleno que pedían los nacionalismos vasco y catalán en sus respectivos planes de reforma no pueden tener encaje en la Constitución actual. En ese caso siempre cabría la posibilidad de adaptar la Constitución para que esas demandas fueran contempladas.
Ese texto no es un dogma, ni algo sagrado, ni intangible fue un acuerdo entre distintas fuerzas políticas y los representantes del régimen franquista que tuvo lugar hace cuatro décadas y sería perfectamente razonable su revisión o reforma incorporando las nuevas demandas que han surgido en la sociedad en ese largo periodo como pueden ser, entre otras, las reivindicaciones de los nacionalismos vasco y catalán o la integración en el espacio supranacional europeo que hemos citado.
Además, cuando se defiende la intangibilidad de la CE de 1978 se ignora muchas veces el contexto excepcional que rodeó su redacción y las presiones externas que sufrieron los ponentes constitucionales que explican aspectos esenciales del texto y que, en nuestra opinión, debería ser un motivo adicional para revisarlo.
El proceso de cambio de régimen tuvo lugar en una atmósfera convulsa y violenta. Entre 1975 y 1983 hubo 591 muertos y la policía cargó contra 788 manifestaciones. Hubo 188 muertos por violencia de origen institucional. ETA cometió 344 atentados, seguida por 51 de los GRAPO, casi todos contra exponentes del régimen saliente. Los servicios secretos colaboraron en la creación de un clima de temor para impedir un triunfo de la izquierda en las primeras elecciones democráticas. En ese ambiente las Cortes franquistas aprobaron la Ley para la Reforma Política que creaba una nuevas Cortes que serían elegidas por primera vez por sufragio universal. Los ciudadanos fueron llamados a las urnas el 15 de julio de 1977. El día de las elecciones el Consejo Superior del Ejército permaneció reunido, y acuartelada y prevenida la División Acorazada Brunete en las cercanías de Madrid, a la espera del desenlace electoral. Había temor en las filas del viejo régimen. Los resultados fueron muy favorables para el partido del gobierno. El 35 % de los votantes, escarmentados por la guerra y la dictadura, optó por el poder constituido. El Alto Mando debió respirar aliviado.
Las nuevas Cortes, designaron una ponencia constitucional que asumió el conjunto de pactos previos que se habían establecido entre el ejército, el gobierno y los partidos políticos relevantes: esos pactos constituyeron una especie de supralegalidad tácita que fue aceptada por los ponentes, que elaboraron el texto constitucional dentro de esos límites. Dice JR Capella Catedrático de Filosofía del Derecho (infolibre 23-1-2018) al que sigo en estas consideraciones que “La CE de 1978 fue el pacto expreso resultante de un compromiso tácito entre dos impotencias: la impotencia de los franquistas para prolongar la dictadura sin Franco y la impotencia de la oposición verdaderamente democrática para imponer una democracia avanzada”. El resultado fue un texto con luces (derechos y libertades individuales) y sombras.
De entre los puntos sombríos de ese pacto previo, uno era la intangibilidad de la monarquía restaurada y de su titular, Jefe supremo de las fuerzas armadas, que confería de facto una legitimidad franquista a Juan Carlos, porque su designación suponía saltarse la línea dinástica de la casa de Borbón. Pero el punto que aquí nos interesa de forma particular, es el de la “Unidad de la patria” que quedó reflejada en la redacción del art. 2 de la Constitución y que procedía directamente del Ejército (“columna vertebral de la nación”). Lo que importa de ese artículo es que «la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible…» y no en la soberanía popular, o en la democracia. Señalamos este punto para destacar el origen también franquista de la obsesión nacionalista española.
- Motivos para el doble rasero del TC y para el rechazo a la reforma constitucional de los partidos “constitucionalistas”: el nacionalismo español.
Aunque existan buenas razones para abordar una reforma constitucional o una interpretación de la CE que respete el principio democrático para ajustar el ordenamiento jurídico a la realidad plurinacional esto no se va a producir porque en esta cuestión, además de las razones intervienen las emociones y las personas sensibles a la emoción nacionalista española superan ampliamente en número a las que son sensibles a los nacionalismos periféricos y disponen del poder de los aparatos del Estado y sabemos cuál va a ser la respuesta a cualquier demanda de reforma de la constitución territorial, porque ya se han pronunciado los grandes partidos autodenominados “constitucionalistas” en el sentido de que esa reforma, si se hiciera, “jamás sería para dar satisfacción a los nacionalistas catalanes”.
Durante la larga noche franquista el nacionalismo español se mostró autoritario y brutal, pero durante las primeras décadas tras la Transición su comportamiento se suavizó, adoptó valores cívicos y democráticos y no ha generado a pesar de una inmigración abundante partidos xenófobos, ni un movimiento antieuropeo, ha respetado a minorías como los homosexuales, se ha mostrado favorable a la ampliación de algunos derechos individuales y a la igualdad entre hombre y mujeres. Al tener a su disposición los aparatos del Estado, máxima aspiración de todo nacionalismo, no ha sido reivindicativo. Ha ejercido lo que se conoce como el nacionalismo banal. Y ha permanecido invisible hasta que los otros nacionalismos han comenzado a reivindicarse. Se habla de “desafío” de los nacionalismos periféricos cuando en realidad éstos solo reclaman un reconocimiento y una relación horizontal, una relación entre iguales. Ocurre algo que guarda una analogía con el machismo, que se enciende y se muestra agresivo cuando las mujeres se rebelan y reclaman la igualdad.
De hecho la alianza “nacional-constitucionalista” formada por los grandes partidos de ámbito estatal se ha activado a partir del debate sobre el Plan de Ibarretxe, al que luego ha sucedido el largo y complejo proceso catalán cuya radicalidad ha ido in crescendo a medida que chocaba una y otra vez con la intransigencia del bloque “nacional-constitucionalista” que también se ha ido calentando. La respuesta de este bloque respaldado por todos los aparatos del Estado, ha sido la de ignorar el principio democrático y oponerse a cualquier cambio legal o constitucional que modifique el statu quo actual que consagra la supremacía de ese nacionalismo español y rechazar cualquier diálogo al respecto.
Ese sentimiento de defensa de la unidad de todos los territorios es también legítimo, pero de una naturaleza diferente a los nacionalismos periféricos, mientras estos se caracterizan por la afirmación y la defensa de lo propio, el nacionalismo español se caracteriza por la negación de los derechos de los otros nacionalismos y la defensa de la unidad territorial incluyendo en ella a vascos y catalanes aunque ello pueda suponer pasar por encima de la aspiración mayoritaria de los ciudadanos de esas naciones a su autogobierno o a su independencia. Esa defensa del statu quo territorial que se hace pasar por una defensa de la legalidad constitucional oculta que se trata en realidad de un nacionalismo enfrentado a otro que pone en cuestión su supremacía.
Esto provoca en determinadas coyunturas políticas como la actual una dinámica político electoral perversa, que envenena las relaciones entre los distintos pueblos de la península pues lleva a los partidos llamados “constitucionalistas” que compiten por alcanzar el poder del Estado a rivalizar entre ellos en españolismo, es decir, en saber quien propone las medidas más cerriles contra los nacionalismos periféricos para ganarse el favor de los electores de la España interior que constituyen el caladero electoral clave para alcanzar ese poder. Paralelamente, la radicalización de los nacionalismos periféricos que no encuentran satisfacción a sus demandas afecta a la cohesión social de esas sociedades que acogen en su seno a un sector importante de la población que no es partidaria de rupturas radicales.
Dice el jurista Lopez Burniol (La Vanguardia 23-09-2017) que “Todo Estado de Derecho descansa sobre dos principios: el principio democrático y el principio de legalidad. Ni la voluntad popular puede expresarse al margen de la ley, ni la ley puede enervar la expresión de dicha voluntad hasta obturarla. De lo que se desprende que la democracia es el resultado de la aplicación simultánea de ambos principios debidamente conjugados. Por consiguiente, ni sin la ley, ni sólo con la ley.
La opción final por la vía unilateral por parte del nacionalismo catalán ha desembocado en el desastre actual. Hay sin duda en lo ocurrido una responsabilidad por su parte por haber desdeñado el principio de legalidad (y el de realidad al ignorar la relación de fuerzas) y por haber intentado basar su estrategia creando una legalidad y legitimidad paralelas (Ley de referéndum, ley de transitoriedad) pero, igualmente, hay una responsabilidad mayor aún si cabe (“es más responsable el que más poder tiene” Jordi Amat) por parte del Estado y el bloque constitucionalista por su desprecio del principio democrático que ha cerrado todos los cauces (Reforma del Estatuto, pacto fiscal, referéndum pactado) para acordar un nuevo Estatuto dentro de un marco plurinacional o para que un sector importante de la población catalana pudiera expresar su voluntad cuando existía un manifiesto deseo de hacerlo.
[1] Varios autores han llamado la atención sobre este doble rasero, por ejemplo Alberto Alberdi Larizgoitia en “El nuevo Estatuto político vasco, la Constitución europea y los derechos históricos” en Euskonews (2003); Ignacio Sánchez Cuenca en “La confusión nacional. La democracia española ante la crisis catalana”. Editorial Catarata (2018); Daniel Innerarity en “Una renovación conceptual de la política” (Diario vasco 19-5-18).