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Solzhenitsyn, el franquismo y la transición

Imanol Lizarralde

La figura del gran disidente ruso Alexander Solzhenitsyn ha sido objeto de un intenso debate intelectual desde el comienzo de sus revelaciones acerca del sistema concentracionario soviético. La intensa guerra propagandística que fue una de las marcas de la Guerra Fría supuso que las pasiones políticas se sobrepusieron muchas veces a la realidad de los hechos. A principios de los 70, la época que vio a la luz su obra más importante, el Archipiélago GULAG, la posibilidad de una victoria Soviética en su disputa geopolítica con Occidente y los EEUU, parecía al alcance de la mano, al calor del renacimiento de las diversas modalidades de comunismo dentro del mismo Occidente. Existía una fuerte desmoralización en los países democráticos. La extensión del terrorismo global revolucionario abrió un nuevo frente. La España de la transición fue un territorio de disputa dentro de este entramado internacional. Como cuenta Rafael Argullol (El País, 28-3-2009):

“Cuando apareció este libro en 1973, primero en Francia y luego, rápidamente, en varios países europeos la campaña contra Soljenitsin fue demoledora por parte de muchos medios izquierdistas, un eco de la orquestada desde Moscú. En aquel entonces yo era estudiante y recuerdo perfectamente la opinión de diversos intelectuales que tenían prestigio entre nosotros, los estudiantes, contra Soljenitsin”.

El crítico literario emblemático del suplemento cultural de el diario El Mundo, Ignacio Echevarría, recientemente trae a colación uno de los episodios en los que Solzhenitsyn estuvo implicado cuando Franco ya estaba muerto. Se trata de una entrevista que le hizo el periodista bilbaíno José María Iñigo en un programa de entrevistas de gran audiencia llamado Directísimo. Era marzo de 1976. a menos de un año de la muerte de Franco, Arias Navarro era todavía presidente. El diciembre de ese mismo año el nuevo presidente, Adolfo Suarez, convocaría el referéndum sobre la Reforma Política que abriría las puertas de la transición democrática española. La respuesta de Solzhenitsyn que marcó polémica fue el juicio que hizo entorno al régimen vigente entonces en España:

“Vuestros círculos progresistas se complacen en llamar al régimen existente ‘dictadura’. Yo, en cambio, llevo diez días viajando por España, desplazándome de riguroso incógnito. Observo cómo vive la gente, lo miro con mis propios ojos asombrados y pregunto: ¿saben ustedes lo que quiere decir esta palabra, conocen ustedes lo que se esconde tras este término? […] No, vuestros progresistas pueden usar la palabra que quieran, pero ‘dictadura’ no”.

Las palabras de Solzhenitsyn causaron un gran escándalo entre los llamados “progresistas” y muchos antifranquistas. En aquellos tiempos, los estertores del franquismo se mezclaban con reacciones represivas como el asesinato de cinco obreros y un estudiante en Vitoria. Sin embargo, hay que entender sus palabras de forma detenida. Primero, el disidente ruso está comparando el régimen español con el soviético. Era evidente que España se encaminaba a un cambio de régimen. Mientras que la dictadura soviética parecía que iba a perdurar mil años. Segundo, muchos de los “progresistas” escandalizados eran también fervorosos partidarios de la URSS o de otras tiranías como la de Mao o Enver Hoxa. Recordemos que el secretario general del Partido Comunista Español, Santiago Carrillo, veraneaba en la Rumania de los Ceaucescu, con quienes le unía una entrañable amistad. Tercero, Solzhenitsyn señalaba sus “desplazamientos” por España. En aquel entonces, en la URSS para ir de una ciudad a otra se necesitaba un pasaporte interno, un permiso por parte de las autoridades que controlaban a la población como si fuera un conjunto de ex presidiarios bajo libertad condicional. Cuarto, en la URSS no existía el menor atisbo de libertad de expresión y la campaña en contra de Solzhenitsyn (que sufrió un intento de asesinato por parte de la KGB en 1971) era un escarmiento para los escasísimos escritores disidentes que desde la clandestinidad más agazapada se atrevían a criticar. Si bien no existía una total libertad de expresión, escritores, diarios, editoriales y revistas críticas florecían públicamente en España, desde las cuales podía criticarse a Solzhenitsyn sin que nada pasara.

Sus palabras causaron la reacción del novelista español Juan Benet que llegó a decir:

 “Yo creo firmemente que mientras existan gentes como Aleksandr Solzhenitsyn perdurarán y deben perdurar los campos de concentración. Tal vez deberían estar un poco mejor custodiados a fin de que personas como Aleksandr Solzhenitsyn, en tanto no adquieran un poco de educación, no puedan salir a la calle”.

El crítico literario de El Mundo, Ignacio Echevarría, no duda en calificar esta enormidad como “una provocadora boutade, una humorada sin duda”. Sin embargo, Benet, que cuando ocurrieron las reacciones contra su declaración había estado de visita en China invitado por el régimen de Mao Zedong, volvió a reafirmarse en ellas diciendo (El País, 5-5-1976): “Me ratifico absolutamente. No sólo me ratifico en lo dicho, sino que en vista de las reacciones, creo que fui tímido”. Preguntémonos acerca del autor de estas palabras que reivindican un sistema de represión fuera del alcance de lo que había en España. ¿Por qué lo hacía? ¿Es qué Benet era comunista prosoviético? No, pero era uno de esos compañeros de viaje que sin necesidad de comprometerse con esa ideología sabía que, diciendo lo que ellos no se atreverían a decir, podía contar con los aplausos y la genial aquiescencia de los intelectuales “progresistas” que Solzhenitsyn denunciaba.

¿Es quizá el mismo impulso de recoger las loas de la encendida platea de una determinada opinión pública el que lleva a Echevarría a recordar este episodio? Recordemos que en simetría a este ataque al disidente ruso (y su defensa de las poco moderadas declaraciones de Benet), el crítico literario también defendía las bondades de Lenin. No obstante ¿Quién podría acusarle de hacer apología de semejante régimen a él que escribe desde la tribuna de un periódico de derechas con toda la urbana comodidad que no tuvo Solzhenitsyn cuando, tras pasar por los campos, recogía de forma manuscrita los testimonios de los supervivientes del GULAG, los volvía a copiar y los enterraba? Así lo narran en un documental famoso (La historia secreta del Archipiélago GULAG), con el testimonio de Solzhenitsyn dos meses antes de morir, Jean Crepu y Nicolas Miletitch (https://www.youtube.com/watch?v=MLd5hjNNrWE). Estos son los avatares del libro y del autor más encarnizadamente perseguidos de la historia que para Echevarria no merecen otra cosa que un risueño desprecio.

Echevarria concluye:

“Pese a no trascender lo anecdótico, el episodio entero, convenientemente reconstruido, ilustraría bien cierta “atmósfera” ideológica que, con tácita aprobación de los “logros” materiales y “espirituales” del franquismo, también con la tácita o expresa connivencia de quienes los administraron, determinó los rumbos de una Transición -la que el mismo Benet suscribió, por cierto, activamente- cuya condición para ser pactada fue el previo arrinconamiento y la desactivación de la “amenaza” comunista, por un lado, y la correspondiente liquidación de toda alternativa rupturista”.

Entendamos la complejidad de este mensaje donde caben los ingredientes de aquello que Louis Althusser, en su disputa con el Partido Comunista Francés, definió como “amalgama” –es decir, la mezcla incongruente de cosas diversas con una finalidad única. Alude a la existencia de defensores actuales de los logros del franquismo. Echevarria cita un problema real que hace pocos días se manifiesta en una tribuna como la tercera página del ABC, donde el señor Fernando Suárez Gonzalez defiende la pertinencia del mismo sin el menor rubor. Otra cosa es que Echevarria pretenda igualar el cristianismo de Solzhenitsyn, perteneciente a la Iglesia más reprimida de la historia (que dispone de una contabilidad millonaria de represaliados y mártires como es el caso de la Iglesia ortodoxa rusa) con una Iglesia triunfante como la española que, en honor de un asesino, bendijo el monumento a la barbarie del Valle de los Caídos.

Echevarria alude al fantasma de un pacto para la desactivación de “la amenaza comunista” como condición de la transición española, cuando fue el propio Partido Comunista Español, de la mano de Santiago Carrillo, el que pactó con Suarez su legalización. Y si el PCE fue desactivado fue por la fuerza de las propias urnas, y no por otra cosa.

Finalmente, es posible constatar en España la existencia mimética de revolucionarios de derecha y de izquierda que sueñan respectivamente con su revolución pendiente como la utópica posibilidad de un supuesto grado superior de desarrollo democrático. Echevarria apela a la revolución pendiente de la extrema izquierda española, la llamada “alternativa rupturista”, aquella que, por ejemplo, en Euskadi, la izquierda abertzale desde siempre proclama y reclama.

¿Quién podía ser en España el sujeto depositario de tal objetivo? Indudablemente Podemos, el mismo partido que habla de “cambio de régimen” haciendo un paralelismo entre el sistema democrático actual y el franquismo. ¿Quiénes sino los hijos y herederos de los viejos comunistas, podrían enarbolar la bandera de la “alternativa rupturista” que Echevarria nombra?

Intelectuales como Juan Benet en los 70 e Ignacio Echevarria en la actualidad cumplen la impagable función de encargarse de encomiendas que no podrían ser sobrellevadas por gente más políticamente marcada. Ellos, desde el ámbito de la literatura, pueden prescindir de cualquier análisis histórico-político pero, a la vez, pueden poner en la picota a personajes políticamente embarazosos para un determinado tipo de izquierda radical, como era (y parece que sigue siendo) Solzhenitsyn, sin la necesidad de acudir a los rigores de la argumentación. Así Echevarria alega (falsamente) como “humorada” el exabrupto de Benet, señalando su mismo objetivo de la misma forma denigrante. Apunta, de paso (sin que exista un lazo causal entre un tema y el otro) la existencia en España de un segmento pro franquista muy fuerte, el de los defensores de la actual ubicación de la tumba de Franco. Este es un problema real. Sin contradicciones reales ¿sería posible alentar al viejo sueño revolucionario que murió en los 80 pero que Echevarria y los suyos pretenden resucitar? La prolongación de la campaña de desprestigio desatada por la URSS y proseguida por sus títeres ideológicos contra Solzhenitsyn por parte de Echevarria nos muestra que, para ciertas cosas, los franquistas no son los únicos inmovilistas.

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