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Patxi Baztarrika bere blogean

Con los argumentos sucede, a veces, como con las reuniones de amigos: no son los que están ni están los que son. Eso le ha ocurrido a J. M. Ruiz Soroa en el artículo “El aprendiz de Rousseau” que recientemente me ha dedicado en el grupo Correo (04-07-12). Escaso de argumentos, le han sobrado palabras para recurrir incluso a la burda descalificación –llega a equipararme a los nazis–, y me dirige lindezas que, supongo, serán aplaudidas en los círculos de la intolerancia a los que con tanto ahínco se empeña en suministrar gasolina para apagar el pretendido o real incendio lingüístico. No es ese el tono del debate lingüístico que me parece mutuamente enriquecedor, por lo que me abstendré de enzarzarme en una batalla particular y de contribuir a nada que ensombrezca y dificulte la necesaria confrontación de ideas. Sí me propongo, no obstante, ahondar en conceptos clave para un debate lingüístico constructivo.

En primer lugar, conviene situar el término ‘libertad’ en su justa medida desde la perspectiva democrática, es decir, desde un punto de vista que considera las políticas públicas como instrumentos de gestión de la cohesión y de las múltiples libertades de los individuos que conviven en sociedad. Desde John Locke (siglo XVII), padre del liberalismo, sabemos que “donde no hay ley no hay libertad”, y, hace tan solo 30 años, Popper nos vino a decir que “desgraciadamente la libertad tiene que estar limitada por la ley”, salvo que aquella se convierta en privilegio de unos pocos que puedan permitirse, gracias a su posición hegemónica, hacer prevalecer la suya sobre la de todos los demás.

En efecto, la libertad lingüística es uno de los bienes democráticos que los poderes públicos deben tutelar, y para ello deben dotarse, como hemos hecho los vascos, de normas legales que promuevan la igualdad de oportunidades lingüísticas del conjunto de la ciudadanía. Porque, de otra manera, sin regulación ni intervención pública, también las libertades lingüísticas serían pasto del capricho de los poderosos (en este caso, de quienes se encastillan en la preeminencia de una lengua que, como el castellano, ha alcanzado su actual estatus gracias, no sólo pero también, a una prolija reglamentación y a la intervención secular y decididamente favorable de los diversos poderes públicos, tanto democráticos como no democráticos, a lo largo de la historia).

Las políticas públicas que durante décadas en Euskadi vienen ocupándose de fomentar la igualdad de oportunidades en materia lingüística son fruto de un consenso igual o superior al concitado por el propio autogobierno vasco, y de ahí deriva su legitimidad. Nada distinto de lo que cabe afirmar, por ejemplo, con relación a las medidas coercitivas y garantistas que afectan a la igualdad de género, la salud pública, la educación o una fiscalidad equitativa.

Además, el catálogo de los derechos lingüísticos que asisten a la ciudadanía vasca en democracia incluye, cómo no, el de utilizar solo una de las lenguas que la legislación vasca y española consideran oficiales, pero, claro está, todavía ese derecho únicamente puede ser efectivamente ejercido si la lengua en cuestión es el castellano. Inferir de ese hecho que al ciudadano vasco monolingüe le asiste un derecho de mayor calidad o preeminente sobre el del bilingüe a utilizar el euskera sobrepasa los límites de lo democráticamente aceptable para adentrarse en el terreno de lo despótico, y, al margen de lo ilustrado que sea quien tal sostenga, hace mucho que fueron arrojados al estercolero de la historia los modelos sociales basados en la defensa fundamentalista de libertades que solo lo son para unos cuantos.

En definitiva, el conjunto de instrumentos legales de que la sociedad vasca se ha dotado para fomentar el multilingüismo –es decir, la igualdad y libertad de oportunidades en materia lingüística– pertenece por derecho propio a la mejor tradición democrática moderna. A la tradición democrática que busca la cohesión social a base de fomentar actitudes y usos simétricamente respetuosos para el conjunto de la ciudadanía, y ello es así porque ese edificio legal se cimenta sobre la mejor legitimidad democrática posible: la de la mayoría capaz de mostrarse respetuosa con la minoría.

La cuestión radica, a mi modo de ver, en qué modelo de gestión de la convivencia se pretende, si uno basado en la asunción colectiva de los frutos del más amplio y razonable consenso posible en cada momento, o bien un modelo que, bajo el ropaje de la libertad absoluta de opción de algunos, consagre lo que no es sino mera imposición, bien sea activa o pasiva. La Ley del Euskera se atiene escrupulosamente al primero de los modelos -el del bilingüismo igualitario, el de asumir la lengua como espacio de suma y encuentro, lejos, muy lejos, de la defensa ideologizada y esencialista de la lengua (común) que tanto gusta a quienes apelan insistentemente a la libertad-, y antepone la adecuación a las realidades y anhelos sociales mayoritarios a cualquier principio maximalista de inclinación monolingüista. Es, en suma, una ley no solo legítima, sino imprescindible para la convivencia y la cohesión social en nuestro país, y lo es hasta el punto de proteger también los derechos lingüísticos de quienes prefieran permanecer inmóviles en el monolingüismo (obviamente, solo los castellanohablantes pueden optar por ello). Lo que no cabe pretender es que tal derecho anule en la práctica legislativa, normativa y social el derecho de la mayoría a acceder a la lengua socialmente más débil y utilizarla en pie de igualdad. Tal pretensión no figura en el catálogo de modelos deseables en democracia. Se llama intransigencia, y es la peor de las coerciones.

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Un comentario en «Lengua, libertad y democracia»

  1. El señor Ruiz Soroa es un individuo que siente un odio patológico por el euskara que lo adorna con razones. Hay que ver lo que dice, por ejemplo:

    «Todos esos que decidieron educar en euskera a sus hijos porque si no lo hacían así tenían garantizado para ellos el desempleo. Todos esos profesores que aprendieron euskera, en lugar de dedicar sus esfuerzos a otras tareas o aprendizajes que les interesaban más, porque si no lo hacían podían dar por terminada su carrera docente. Todo ese empleo público reservado a los bilingües y vedado a los monolingües, todo eso no era imposición ni coacción, era nuestra libertad, nuestra verdadera libertad».

    Que yo sepa la mayor parte de los trabajos de Euskadi no tienen como requisito el conocimiento del euskara, no así del castellano, con lo que lo de sus amigos que tuvieron que educar en euskara a sus hijos si no se iban al paro es simplemente una mentira más que sale de la pluma de esta persona.

    Este Ruiz Soroa no debe saber del caso de esos profesores que dedicaron años de excedencia al aprendizaje del euskara con dinero público pagado y cuando tuvieron que hacer el examen de euskara sacaron un cero. Esa gente tendría que ser expulsada del cuerpo docuente por la tomadura de pelo y el gasto que hicieron objeto a la administración.

    Nombrar discriminación de los bilingües a los monolingües es algo que clama al cielo por la indignidad del argumento. Oiga señor Soroa, los bilingües son bilingües, es decir, saben un idioma más, es verdad tienen más ventajas y probabilidades que los monolingües, que vamos a hacer, saben más, igual que los licenciados discriminan a los no licenciados, los alfabetizados sobre los analfabetos, etc, etc.

    Al señor Ruiz Soroa le revienta que el euskara sea valorado por que existe una comunidad euskaldun y por que la mayoría de los vascos así lo han decidido. Eso es libertad, no el mundo aberrante que nos quiere proponer.

    El señor Ruiz Sora tiene caídas en barrena en lógicas de este tipo:

    «¿tiene el poder público legitimación para corregir lo que considera como limitaciones de sus súbditos? ¿Puede el Estado hacer mejores a los ciudadanos aunque ellos no lo deseen y aunque tengan una noción diversa de lo que es bueno para ellos? Para ser más claro, un ejemplo parafraseado: ‘ser calvo no es un derecho, sino una limitación’. Obvio, claro está. Pero, ¿legitima ello al Estado para obligar a los calvos a hacerse implantes capilares por mor de la estética de la mayoría? Más bien no, supongo».

    El poder público en las sociedades democráticas tiene el poder que le otorgan los ciudadanos. Si la mayoría de los ciudadanos quieren ser «mejores», si quieren que sus hijos sepan euskara, tendrá que establecerse un sistema para eso, mal que les pese a los fundamentalistas del monolingüismo español. En el colmo del surrealismo lógico Ruiz Soroa compara la enseñanza en euskara con la obligación de poner implantes capilares a los calvos. Estamos seguros que muchos, la mayoría de los calvos, se dejarían implantar el cabello si esos implantes son suficientemente estéticos. Que poca fe tiene Ruiz Soroa en la voluntad humana de mejorar su condición.

    El problema de Ruiz Soroa es que es vasco y no considera al idioma vasco un bien. Debe acudir al psicoanalista rápidamente, por que sus razones son enfermas, son manifestación de una enfermedad que no se reconoce, la del imperialismo españolista travestido de liberalismo. Ruiz Soroa oye voces, confunde el Himno de Riego con el Cara al Sol.

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